Congresito en París, pero no en el París real, sino en ese arquetipo parisino que es el 5º arrondissement. Me alojo en el hotel Senlis, donde ya estuve hace unos años, y que debe de ser la fonda de la clase tropa conferenciante que viene a la Sorbona. Salgo a cenar algo. La tarde se está disolviendo en tonos pastel sobre el zinc de las buhardillas. El tráfico se remansa alrededor del Panteón. Los edificios góticos alternan con orondas fachadas burguesas. Paseo junto al parque de Luxemburgo, ya cerrado, por la calle donde resonaron por primera vez los acordes de Francis Poulenc. A mano derecha nace sin hacer ruido la calle Vaugirard. Hay anticuarios, viejas librerías, pequeñas editoriales —algunas arruinadas— de manuales técnicos y de tratados arqueológicos. Al día siguiente entraré en Gibert Joseph y me sentaré en el parque medieval de Cluny a leer un libro sobre la lectura. Yo no quiero ser culturalista, pero peor es robar.
El congreso ha sido como ver diapositivas de veintisiete veraneos: «aquí sale Nocedal, con su boina»; «este es Gedeón»; «estos son los soldados cubanos en la manigua»; «estos son Amadeo y el duque de Montpensier paseando alrededor del trono»; «este es el tupé de Sagasta cuando aceptó el régimen de Sagunto». Y así quince horas.
No hay héroes en esta crónica: yo hice una faena bastante errática y confusa, como el que está rodeado de sanguijuelas hidrocéfalas y reparte mandobles sin mirar demasiado a quién. No podemos seguir haciendo como si todas las caricaturas fueran satíricas —decía—, ni como si todas fueran alegóricas: en realidad sus formas de relación con la realidad empírica son variables y responden a estrategias retóricas muy disímiles. Habría que pararse a considerar cómo se ha ido conceptuando históricamente la sátira y asumir de una vez por todas que no es un género.
—Pues para mí sí es un género —refunfuña al fondo Eliseo T. Yo prosigo impertérrito recordando que mucha gente no acababa de entender las caricaturas, como demuestra el hecho de que en El Motín hubiera una sección en la que se explicaban, y que no está claro que contengan crítica política, pues su existencia en tanto sátira depende de una complicidad axiológica previa.
—Todo eso es obvio —responde un señor con suficiencia. Pero media hora más tarde, cuando le toque hablar, dirá que el significado de las caricaturas es inmediato, y que todo el mundo las comprendía, y que siempre son realistas aunque a veces los personajes representados no los reconozca ni la madre que lo trajo, y que la revolución Septembrina no se explica sin ellas, y que una alegoría de la República a él le recuerda las mujeres que bailaban el can-can.
Lo que yo quería decir y quizá no supe expresar con suficiente claridad —le digo después a un señor de Málaga— es que no podemos seguir haciendo como si el significado de la sátira, o de la caricatura, fuera único, estuviera inscrito en ella y construyera un discurso coherente. Debemos evitar aplicar marcos pragmáticos de universitarios del siglo XXI a dibujos de la prensa republicana decimonónica, así como distinguir lo que son impresiones nuestras de lo que remite a códigos históricamente verificables, porque si no la cosa se convierte en un test de Rorschach.
—No, si ya... Pero mira esta litografía: ¿te has dado cuenta de el sable del oficial con el que se tropieza este otro paseante es un símbolo fálico? Y la calle en la que está me hace pensar en el no-lugar de Marc Augé, donde el espacio se aniquila a sí mismo...
Este es el París de postal, pero en su interior soplan neumas inanes, entre expresiones complacientes y celebratorias. Se levanta la sesión y salgo corriendo a Gibert Joseph a comprar un libro que tampoco da lo que promete.