En L*** no voy a exposiciones ni al cine ni al teatro, ni entro en los comercios, ni me siento a tomar un café en una terraza. Por supuesto que tengo el propósito constante de hacerlo, y marco películas en el programa del Sauvenière, y apunto representaciones en mi agenda, pero al final me vence el cansancio o necesito ese par de horas extra para revisar contratos Erasmus o voy corriendo de un lado a otro y no me entero de que están poniendo una ópera de Philip Glass. Estoy seguro de que le ocurre lo mismo a cualquiera que tenga una edad social superior a los treinta.
Cuando estoy en Berlín las obligaciones no se desvanecen, pero sí se atenúa la extorsión terrorista que ejercen sobre la psique, y así puedo acercarme con Kathleen a ver una obra de teatro judío sobre eruditos disparatados que viven tiranizados por sus mujeres. También puedo detenerme sin remordimientos ante un escaparate, pasar una hora hojeando libros en el Kulturkaufhaus o meterme en una cafetería de Boxhagener Platz —el centro gravitacional de nuestro barrio— y escribir en mi diario sobre las metamorfosis de la ciudad.
Porque Berlín, como es público, está transformándose a ojos vista, y su cambio más manifiesto es la desaparición de los descampados. A principios de este siglo la experiencia más común de los turistas en Berlín consistía en ir de solar en solar preguntándose dónde estaría el centro histórico. En su empeño de equidad y de reunificación, el municipio se había cuidado de repartir equilibradamente los solares entre los distintos barrios.
Enfrente de nuestro apartamento había un terreno circundado por un murete de ladrillo del tipo que solía encontrarse de antes en los barrios populares de Madrid, con hiladas dobles y sencillos frisos. Hubo una época, a principios del siglo XX, en que la albañilería seguía patrones de tricotosa. Una agrupación secreta se había adueñado de ese recinto abandonado que veíamos desde nuestro apartamento y lo dedicaba a actividades enigmáticas y vagamente situacionistas. «Instituto de garambainas», fue el letrero que durante muchos meses figuró encima del arco de entrada. Kathleen quiso hacerle una foto, pero nunca encontró el momento. Las pocas veces que nos asomamos no había nada; es decir, sí, había campo —piedras, plantas silvestres—, restos de una hoguera, una guirnalda tibetana, un ratón y la sensación de no vivir en una ciudad.
Un día, al volver de Madison, quise ir a nuestro apartamento de Berlín. Salí del metro y al llegar a la esquina descubrí que la calle estaba cortada por una valla metálica recubierta de tablones. Entre las tablas podían verse camiones, hormigoneras y materiales de obra apilados a ambos lados de la calle, entre dos excavaciones de cimientos. Alguien montaba guardia en una garita. Sesenta metros más allá, otra valla delimitaba la zona de exclusión. Y detrás estaba mi portal.
Aquella vez me eché a reír a carcajadas, pero el absurdo sólo resulta divertido mientras no se padece. En adelante, para llegar a nuestro apartamento debía caminar diez minutos más, dando la vuelta a una inmensa manzana, muchas veces tirando de una maleta que se resiste a rodar sobre los adoquines y la grava de Friedrichshain. Sin que lo hubiésemos decidido conscientemente, Kathleen y yo dejamos de ir al restaurante indio, a la peluquería y a las cafeterías que quedan al otro lado del muro. En lo que para nosotros es ahora la parte oeste de Berlín-Este ha quedado también la imprenta del yerno de Renau, al que ya no nos cruzamos cuando sale a almorzar al solecito. Sobre la señal de tráfico que prohíbe el paso hasta nuestro portal alguien ha escrito con un rotulador indeleble «de aquí no va a salir nada bueno». No hay mucho más que se pueda hacer.
En realidad sí hay algo más que se puede hacer. Kathleen no me dejó colgar en la ventana una pancarta que dijera «tear down this wall!» (el imperativo que, como es fama, le dirigió Reagan a Gorbachov en 1987), pero un grupo de vecinos exasperados empezó a dar caceroladas nocturnas a los seguratas de la garita. El ruido de la construcción se prolongaba así durante media hora más, pero al cabo de unos meses los promotores aceptaron abrir la valla por las noches y en días festivos.
Desde entonces el edificio ha ido creciendo sobre el solar. Ahora vemos la masa desnuda de hormigón, aún deshabitada y esquemática, cubierta de andamios y con flecos de ferralla asomando en lo alto. No veríamos nada muy distinto desde una ventana de Alepo, de Gaza o de Kabul o de alguna de esas ciudades que la barbarie ha despojado de habitantes y enfoscados, de sus marcos y molduras. A diferencia de Kabul, Gaza o Alepo, el edificio de enfrente sólo permanecerá así un año. Transcurrido ese año, se instalarán allí 132 familias con sus niños, sin que aumente proporcionalmente el número de colegios, ni de ambulatorios, ni de parques.
Hemos perdido un solar que no servía para nada pero que reducía la edad social de la ciudad, precisamente porque era mera potencia: un terreno soltero, sin ataduras, sin contratos, sin hipotecas. En la Zitty de esta semana explican unos arquitectos que una ciudad es libre en la medida en que está inacabada. Un solar puede convertirse en cualquier cosa: en un parque, en un área infantil con mesas de ping-pong —que en nuestro barrio tienen una gran demanda—, en una piscina municipal o en un huerto urbano, para que los berlineses no tengan que plantar patatas en los alcorques, como suelen hacer. Un solar contiene una promesa.
Varias de las cosas más excitantes que suceden en nuestro barrio suceden junto a unas cocheras del ferrocarril, sobre la tierra de nadie de la antigua frontera. De manera permanente hay en ese descampado varios garitos, un rocódromo y tres o cuatro hangares telestópicos con tiendas de muebles antiguos tirados de precio; pero ese espacio acoge también exposiciones de grabado, ferias de artesanos cerveceros, proyecciones de cine al aire libre, conciertos y funciones circenses. En torno a él se han empezado a congregar, a paso de zombi —tan lento como incontenible—, las hordas de promotores urbanísticos.