Me he ido acompasando insensiblemente al calendario litúrgico. Cuaresma de curro oleaginoso: mi agenda, miniada, es un libro de horas taylorista y el buzón electrónico mi escuela de ascetismo. Poco a poco he desarrollado pequeños gestos de resistencia, expansiones inocentes que apuntalan mi frágil salud mental: subirme las gafas con el dedo corazón, suprimir la fórmula de saludo en los correos electrónicos, mis calcetines en los que pone «this meeting is bullshit» y «sure I’m listening»... Durante todo el mes de marzo sólo podía conciliar el sueño si me imaginaba al ministro de Educación de Valonia sodomizado por un border collie.
Las dos semanas sin clase son un repecho al que llego desfondado y en el que mi cuerpo, que también es menda, aprovecha para cogerse el trancazo al que llevaba dando largas todo el invierno. Convalezco en Madrid. Allí está mi madre también hecha un cuadro. Resulta que se tiró en plancha en la mani del 8 de marzo y se desencuadernó; desde entonces ha tenido que estar tendida boca arriba, como Frida Kahlo, encendiendo un audiolibro con la colilla del anterior, hasta que le cuaje la cadera descuajeringada. Se suponía que Kathleen y yo íbamos a ayudarla a ella y a mi padre, pero al poco de llegar Kathleen dio un paso flamenco subiendo un bordillo y se hizo un esguince. Para entonces mi madre se empezaba a levantar y hacían las dos una conga de muletas por el pasillo, a ritmo de cofradía de San Ibuprofeno.