Hay lugares en los que todos se han equivocado de lugar. El cabaret Knutschfleck, a tiro de piedra de Alexanderplatz, es uno de ellos. Al menos hasta que uno llega al cuarto cóctel: después del cuarto cóctel ya encontramos más natural que el vecino de la mesa de al lado se nos acerque peligrosamente y nos grite, como si fuera un mensaje expresamente dirigido hacia nosotros, la letra de la canción que suena en ese momento por los altavoces.
—¡¡99 globos van volando al horizonte!! ¡¡Los confunden con platillos volantes!!
Qué bonita era esa canción antes de que me la gritase un borracho. De vez en cuando se corta el hilo musical y sube al escenario un artista que casi siempre podría hacer exactamente lo mismo en el metro de Berlín, y seguramente lo haya hecho hasta unos minutos antes. Un saxofonista sin fuelle, una maestra de ceremonias con el carisma de un percebe, un gordo pelirrojo con una casaca de licra que pretende ser un crooner aunque antes del cuarto cóctel era indiscutiblemente un espontáneo de karaoke. «Dios —me digo—, si mi amigo Rafa estuviera aquí hace tiempo que se habría disuelto sobre la barra como la bruja mala del Oeste». Claro que si mi amigo Rafa estuviera aquí, y si no estuviéramos celebrando el cumpleaños de Kathleen con su familia, llevaríamos ya dos horas en algún concierto de zydeco balcánico neo-bop. Hay que pagar un precio alto por vivir en sociedad. Uno podría decir, con Rimbaud, que ha perdido la vida por delicadeza; que es, añade Sergio del Molino, una forma poética de decir que la ha perdido por imbécil.
Tras una hora y media de autoengaño, vergüenza ajena y comida de microondas, entran las coristas. Las cuatro coristas. Bailan el can can y ponen el culo en pompa con un gesto que quiere ser de picardía pero que sólo traduce obligación. El público se divide entre los que graban la actuación con sus teléfonos móviles y los que buscan el chiquero con la mirada mientras remueven nerviosamente la pajita en el hielo de sus vasos. Hay varias mujeres entre los primeros y varios hombres entre los segundos. Todos hemos ido allí engañados, y algunos incluso hemos ido allí en compañía de nuestros suegros, con unas entradas regaladas por un cuñado desaprensivo que encima ha tenido el cuajo de quedarse en su casa aduciendo —esto es más verídico aún que el resto— que estaba algo dolorido porque había salido despedido de una motonieve en las estepas del círculo polar ártico.
«Knutschfleck» significa «chupetón» y, como los chupetones, este cabaret ofrece un simulacro de placer que al día siguiente sólo produce sonrojo. Hay en Knutschfleck un único momento auténtico, que altera el ritmo concentrado de los barmen y entretiene incluso a los que todavía vamos por el cóctel número 2 (no necesitaron más, después de todo, en la mesa de las que están celebrando el divorcio de una amiga). Es cuando ponen por los altavoces «YMCA» y la señora que limpia los retretes se sube al escenario y mueve su culo gigante con más espontaneidad y convencimiento que las cuatro coristas juntas. No sé si por falta de coordinación, o por falta de alfabetización, o porque es la persona con más dignidad de todo el local y puede reírse de nosotros en nuestra puta cara, la mujer de la limpieza no forma con los brazos las letras «YMCA», sino «CCCP».