Habíamos dicho de ir al Kulturkaufhaus a comprar libros para el verano, pero de camino nos detuvimos en una tienda de artículos de deporte a comprar chubasqueros, y ya no pasamos de ahí.
La reacción alérgica que me provocan estos chubasqueros funcionales alemanes está tan fuera de proporción y de medida que merece análisis. Es el mismo rechazo fisiológico, la misma tirria primitiva que me provoca todo lo contrario a la razón cartesiana. (Bueno, depende: unas veces, lo que desafía la razón cartesiana hace que nos chisporroteen las neuronas, y otras insulta nuestra inteligencia; me refiero a este segundo caso).
Yo creo que, por lo menos en la indumentaria, no todo debe sacrificarse a la utilidad; pero en estos chubasqueros alemanes hay algo más siniestro que un pragmatismo incondicional: han refinado tanto su funcionalidad que han acabado adaptándose a condiciones a las que es improbable que nadie deba enfrentarse (a menos que vaya a buscarlas voluntariamente). En Alemania, un buen chubasquero tiene que ser impermeable, transpirable, ligero, cortavientos, isotérmico y plegable. Todas estas condiciones yo las entendería si uno no fuera a vestir ninguna otra cosa nunca más; unos amigos nuestros, por ejemplo, se fueron a Japón en bicicleta y se compraron unos calzoncillos especiales que no hacía falta lavar nunca. Eso es algo que encuentro perfectamente lógico. Pero si uno posee más de una prenda de ropa, tanta precaución resulta desmedida.
Estos chubasqueros inteligentes alemanes me recuerdan a un bolígrafo que tiene mi tío y que ha sido diseñado por la NASA para escribir en un entorno de gravedad cero.
—La tinta está metida a presión en el cartucho y se libera al ejercer presión sobre el portabala, de manera que podrías escribir sobre el techo de la carlinga en ausencia de atmósfera.
—Le recuerdo que está usted en Pastrana.
—También es verdad.
Estos chubasqueros termoactivos alemanes, de colores estrepitosos y tacto electrostático, son el uniforme perfecto para esos cuñados sabelotodo y para esos conocidos chinchones que te explican cómo desgravar los donativos de la declaración de la renta.
—Si yo lo único que quería era ayudar a los niños refugiados...
—Pues hijo, eres imbécil.
A los miembros de esta casta repelente les sentarían como un guante estos chubasqueros llenos de cremalleras, con elásticos estancos y bolsillos forrados de microfibra hidrófuga, diseñados para limpiarte las gafas con ellos cuando atravieses un huracán en parapente. Sus colores fosforito previenen seguramente contra la radiación de kriptonita, repelen los mosquitos tigre y te despiertan si te amodorras al volante.
Yo empezaría la discusión muchos escalones más abajo, preguntando, por ejemplo, qué necesidad tiene nadie de ponerse un chubasquero. Yo la última vez que me puse un chubasquero estaba en 3º de EGB y, pese a ello, he tenido un sobrevivir incómodo pero aceptable. Si hoy me pusiera un impermeable lo haría por puro esteticismo, no por una necesidad práctica en la que no creo, y sería sin duda uno de los que fabrica la marca sueca Stutterheim, que parecen hechos para ir a tomar té con la familia Mummin.
—Jolín, no te gusta nada —dice Kathleen—. Eres un plasta.
—No es verdad. Me gusta mucho el abrigo que me compré en Madison.
—¡Pero ese es un abrigo de invierno!
Y es que nadie puede salir tranquilo a trotar por el mundo sin haberse procurado antes un abrigo de verano, un monoquini de vestir, un frac de andar por casa, una visera nocturna, un coqueto chaleco de albornoz, delantal interior, batín de ducha, chanclas de montaña, botas de agua submarinas, un tutú de ciclismo, un mono de boda, un salto de cama de despacho y unas gafas de esquí de leer. Nunca se sabe lo que puede pasar, ni el tiempo que va a hacer fuera.
Salimos de la tienda cuando están cerrando, y al final compro un impermeable azul pitufo por mero compromiso, y porque está rebajadísimo: no podíamos irnos de rositas después de haber mareado a la dependienta durante horas.
—¿Y este? ¿Qué le parece?
—Completamente ridículo, pero es igual, me lo llevo.
Termino tan deprimido que ya no vamos a comprar libros ni nada. Antes de volver a casa nos sentamos en un restaurante mexicano para cenar algo rápido, porque no hemos tenido tiempo ni de hacer la compra. Y es ahí donde encuentro la horma del zapato de esos chubasqueros incombustibles, espermicidas, hipoalergénicos y homeostáticos alemanes: pueden salvarle a uno la vida en mil situaciones hipotéticas diferentes, pero a la hora de la verdad uno no puede comérselos.