Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 11 de julio de 2019

Después de comer salimos a dar una vuelta y a tomar café con helado. De camino a la heladería pasamos delante de la sede de una empresa que fabrica pajitas de cristal. «Ideal a partir de los tres años».

—Hombre, tanto como ideal no diría yo. Si acaso, «pasable a condición de que nadie esté mirando».

Es una oficina con tres escritorios de diseño, atriles de bambú y varios expositores. Las pajitas se venden en cajas de distintos colores y parecen tubos de ensayo para experimentos erógenos.


Llegamos a la heladería y nos sirven los cafés frappés. En lugar de pajita, descubrimos —tras unos segundos de desconcierto— que nos han puesto unos largos macarrones. A Kathleen y a mí nos entra la risa floja pensando que los inventores de las pajitas de cristal seguramente vengan algún día a tomar un batido a esta heladería, y se encontrarán en el vaso una solución más ecológica, segura, barata e ingeniosa para el problema que ellos pretendían resolver.

Mientras sorbemos de nuestros macarrones, Kathleen me cuenta algo que le ha ocurrido hace poco a una colega suya. Ella —la colega— querría que fuera una anécdota de vidrio, pero en realidad es una anécdota de pasta. Resulta que estaba en un congreso y, al terminar, se fue a un bar con otros conferenciantes. Se puso a charlar con uno de ellos. Resultaba difícil porque, como ocurre tantas veces, la música estaba muy alta. Tenían una de esas conversaciones mundanas y repelentes de los cosmopolitas, acerca de los lenguajes gestuales y de la diferente gestión del espacio físico en otros países. Como apenas podía escuchar lo que él decía, ella se fue acercando cada vez más al conferenciante. Cada vez más. Y más. Tanto que el conferenciante, arrinconado y sumido en un gran desconcierto, acabó estampándole un beso en la mejilla.

Ella lo ha contado desde entonces varias veces, dando siempre grandes muestras de escándalo, haciendo de ello una nueva prueba pericial del sexismo sistémico. Sin embargo, parece que el tipo se deshizo inmediatamente en disculpas y se escabulló sin decirle nada a nadie. Como dicen en Yesterday, esto no es el inicio de una gran historia: es una historia pequeña y se acaba aquí.