Hace cien años, los berlineses bajaban al humedal en la cuenca alta del río Spree para disfrutar de la vida campesina. Ahora bajamos a la misma región a disfrutar de la vida sin más. Antes los oficinistas cansados venían al Spreewald a beber leche recién ordeñada, recoger huevos frescos, pescar truchas y ver crecer los pepinos de la huerta. Por la noche se reunían a la luz de un pescado prendido, que era más barato que las velas, y contaban las leyendas del rey culebra, de los hombres del río y de la mujer del Mediodía. Ahora hacemos piragüismo por la mañana, bicicleta de montaña por la tarde y después de cenar un risotto de setas tomamos dry martini para anegar en alcohol el recuerdo de la última temporada de Stranger Things.
Casi todas las antiguas granjas se han convertido en pensiones, pero se adornan con las herramientas inservibles de una economía desaparecida. Solo en el jardín de la pensión Brodack, donde nos alojamos, hay varios peroles de leche, muelas de molino, rejas de arado, un trillo mecánico, una bigornia, una planchadora de rodillos y la mesa de una máquina de coser alemana. En otras pensiones ocurre lo mismo: en sus fachadas cuelgan, como escudos de armas de un linaje inesperadamente prestigiado, horcas y rastrillos, yugos y azadones.
Hace poco leí, en un libro enrabietado y misceláneo de Michel Thévoz, una reflexión sobre esta «especie de neurosis colectiva conforme a la cual, cuando ya se ha arrasado el medio ambiente, cuando se ha abandonado la ciudad a los promotores y se ha asfaltado el suelo, se reponen por encima, decorativamente, los signos empáticos de aquello mismo que se ha destruido, un simulacro de naturaleza, un simulacro de convivencia, un simulacro de urbanidad». Lo veo a diario en Tilff: los nuevos edificios de apartamentos conservan en sus fachadas el trazado triangular de una fábrica, o las aspilleras que tenían los muretes de las huertas —ventanillas ciegas que ya no comunican sino sarcasmo—. En otros lugares más urbanizados los últimos testimonios de esa etimología cultural son los nombres de las calles.
Meanwhile back at the ranch, el heno se cosecha con tractores y se enrosca en balas cilíndricas, y los viejos almiares se han convertido en una seña de identidad regional. Aún queda gente que se dedica a recoger las semillas de abedul durante el invierno, con unos cedazos cuadrados que meten en el agua fría de los canales, pero quienes más frecuentemente surcan los brazos del Spree somos los canotiers de la ciudad. Nos dejamos deslizar bajo árboles que no conocemos y observamos animales que no podemos nombrar.