Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 20 de enero de 2020

De Zamora en adelante, el tren va reduciendo velocidad hasta alcanzar el paso del siglo XX. Tres horas largas aún de ahí a Santiago, atravesando bosques de liquen y montes de niebla. Luego cambio de tren, me bajo en Padrón y sigo por el arcén de la carretera, alumbrándome con el móvil, entre talleres de coches, pazos desmoronados, almacenes mayoristas —Gran Chino Galicia—, hasta que salgo de Iria Flavia y llego a la rotonda donde está mi hotel.

Los veinte, treinta, cuarenta clientes del hotel son todos hombres. Todos, oye. Unos comen en mesas de ocho y deben de ser los que están cosiendo las serranías de Orense con autopistas. Otros cenan solos, delante de sus teléfonos y de la botella de Veterano. Imagino que son policías, representantes, camioneros, peritos. Alguno tiene acento canario. Otro tiene rasgos orientales —Gran Chino Galicia—.

Podría pensarse que todos esos hombres están dirigidos por una sola mente gregaria, que mesmerizan a los turistas con feromonas y los asan a la parrilla en las noches de luna llena; pero lo cierto es que yo también pertenezco a la colmena, y que este ambiente espeluznante de hotel de carretera —mondadientes higiénicos, persianas de manubrio, radios empotradas— es depositario de alguna clave ignorada de la masculinidad actual. 

Ayer hizo sol, pero hoy llueve de lado, a mala leite, por lo que llego a la Fundación Camilo J. Cela con las perneras caladas y el repeluco muy adentro del cuerpo.

—¿A esta lluvia en gallego cómo la llamáis?

Iván, el archivero, se chotea sin mala intención:

—Chuvia.

A media mañana entra Pedro. Pedro es un señor que nació en Almadén y vivió en Ponferrada. Un día se quedó viudo, echó a andar, cayó en Padrón y se dijo «hasta aquí hemos llegado». Todos los días, después de tomarse dos cafés y leerse tres periódicos, se acerca a la Fundación a echar una mano, lo que más que nada consiste en hacer tertulia.

—Está lloviendo a mares.

Iván le quita hierro:

—Esto siempre es así. Tienes que irte muy adentro de Escocia para encontrar un sitio en el que llueva más que en Pontevedra.

Bibliotecaria que aparece, bibliotecaria a la que le tengo que explicar qué hago yo allí. Y no es plato de gusto, porque yo mismo no tengo muy claro qué hago allí. He ido a buscar fuentes que permitan reconstruir cómo se leyeron históricamente las novelas de Cela. Pero en la extensa correspondencia que custodia la Fundación se habla casi de cualquier cosa menos de literatura. En el mejor de los casos, los lectores le preguntan al escritor si tal o cual novela es suya, o le felicitan por su cumpleaños, o le mandan acrósticos, o le piden consejo sentimental. Las más de las veces lo llaman lumio, golfo, cenutrio, rufián, majadero, urinario, zurrupio, infando, bujarra, sodomita, guarro, hijoputa, soplapollas y muchas otras cosas igual de edificantes, unas veces porque si es facha y otras porque si es rojo. Una lectora le remite el texto íntegro de San Camilo 1936 hecho pedacitos muy pequeños. Lector hay que, nada más insultarle, le pide que a ver si puede publicarle un cuentecito suyo en Papeles de Son Armadans. Alguien que firma «El Emigrante Vagabundo» le ruega con muchas mayúsculas que lo ayude a instaurar un Consejo Nacional de Cerebros que sirva de Guía en Ideas Sanas Universalistas de la España Internacional que volverá a Conquistar el Mundo y a redimir a las Naciones subdesarrolladas. Otro le pide que la Real Academia quite la U después de la Q. Otro se queja de que un académico anuncie champán. Otra le pregunta qué significa la palabra «hiato». Otra le cuenta su divorcio con pelos y señales, y le confía que, en lo sexual, su nuevo amante la llena plenamente. Muchos le envían fotocopias de la carta que Cela escribió con 21 años, ofreciéndose al nuevo régimen como delator. Muchos más le piden un autógrafo para su colección, o un libro por la filosa.

Yo no lo sabía, pero para dirigirse a un español eminente, muchos individuos tiran de lo que tienen más a mano: cartones de calendarios, el reverso de un envoltorio de bombones, hojas de agenda, formularios, estampas piadosas, tarjetas de visita y páginas arrancadas de revistas o de manuales de mecánica automotriz. Una mujer le manda, en una paginita cuadriculada de bloc, el billete siguiente: «Mi muy señor mío: He leído en La Vanguardia que necesitan señoritas feas. Tengo la sitisfacción de comunicarle que me dé la Dirección de los Estudios de Hollywood».

Yo me imagino a don Camilo sentado a la mesa delante de esas cartas y de una botella de Veterano, y me entra un nosequé que podría confundirse con la compasión. (Otras veces don Camilo se metía en una especie de probador pintado de negro que había mandado hacer, sin más compañía que el culo de un maniquí pintado de azul, y escribía una novela ininteligible. También esa escena encierra, alquitarada, una clave o un símbolo de lo que significa o ha significado ser hombre).

En esto, cae una tromba de agua, el viento arrecia y todo lo que hay detrás de la ventana desaparece. Suena un ruido sordo como de matraca y abrimos media puerta a ver qué ha ocurrido. El chaparrón ha tumbado el ciprés centenario del camposanto. El pórtico de la colegiata se ha salvado por intervención divina. Iván está afectado y pierde las ganas de conversación para el resto de la tarde.

—¡Carallo! —dice—. ¡Non vi chover así en mi vida!