Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 18 de febrero de 2020

Todo ocurre a la vez. La mudanza, la edición del libro, el niño, el proyecto de Kathleen, la otra mudanza, el otro libro, las veinte horas de clase semanales, el plan estratégico plurianual —que es el tercero que nos mandan hacer en tres años y que, como los otros dos, no es probable que llegue a entrar nunca en vigor—. Para planes estratégicos, los que tengo que hacerme yo por las mañanas para no volverme loco.

Este año me he pasado a la agenda electrónica, y ahora mi día está lleno de cajas de colores, que son las cosas que tengo que hacer. En los huecos de mi agenda hago cajas de cartón, o pido más cajas por correo, porque siempre creo tener suficientes para la mudanza y siempre me confundo. Pasados ciertos días, casi todo lo que me rodea son cajas. Desayuno sobre cajas, doblo la ropa sobre cajas, los cactus sestean sobre cajas, lleno más cajas sobre otras cajas mientras veo una película de Kieślowski con el ordenador puesto sobre una caja.

En teoría todo es cuestión de organizarse. Pero solo en teoría. En la práctica, la organización más inocente tiene una irrefrenable tendencia a estallar en un enjambre de puñetas exterminadoras.

Pongamos, por ejemplo, que tiene que venir el fontanero a hacer el mantenimiento del calentador. Podría pensarse que basta con llamar a un fontanero, pero no, porque uno llama a un fontanero y no viene; llama a un segundo fontanero y solo salta el contestador; llama a un tercero y este sí descuelga y dice que va a venir, pero el día que tiene que venir se retrasa, y luego escribe diciendo que está a punto de llegar, y luego que somos los próximos clientes, pero cuatro horas más tarde no ha llegado aún y al día siguiente nos escribe indignado preguntándonos por qué no había nadie en casa a la hora a la que habíamos quedado que se iba a pasar. Exasperado, llamo a un cuarto fontanero, que sí viene, y que nos vacía el calentador, pero en el momento crucial sa da cuenta de que la pieza que ha traído tiene un código de producto ligeramente incorrecto y no encaja en un calentador de la marca del nuestro; tendrá que pedirla de nuevo, venir una semana más tarde y comenzar da capo con brio.

En teoría, el mantenimiento del calentador no necesita pieza de recambio ninguna. Pero eso, claro, es en teoría.

Muchas tardes vuelvo a casa con la cabeza como una máquina del millón. Entonces, me siento sobre una caja y hago los ejercicios de respiración que le recomendaron a Kathleen para cuando empiecen las contracciones. A ella no sé cómo le irán, pero a mí me ayudan.

Cuando no estoy haciendo cajas o buscando fontaneros, vendo muebles de manera irreflexiva. Regateo conmigo mismo, y a la gente que llama le digo primero un precio, luego otro más bajo, luego un tercero, y generalmente es entonces cuando cuelgan, pensando que solo tengo trastos desvencijados. Entre los muebles que he conseguido vender se encuentra un armario imponente, una especie caballo de Troya que no sé cómo conseguimos hacer entrar en la habitación, y que no veo manera de tumbar porque llega hasta cuatro dedos por debajo del techo. A fuerza de devanarme los sesos consigo dar con el modo de desmontarlo en vertical. Para ello se revelará preciosa la colaboración de unas cajas llenas de libros que casualmente pasaban por allí. Tardo toda una mañana, pero cuando llego a la última tuerca doy el grito primordial del hombre que se impone a los elementos. O a Ikea, que a estas alturas ya casi es lo mismo.