Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 4 de febrero de 2021

Me he descubierto estos últimos días deseando que lleguen los extraterrestres. Me sorprende, porque este es un deseo más de mi madre; mi madre querría vivir lo suficiente para ver el desembarco de los extraterrestres o los viajes en el tiempo. A mi madre hay que juntarla un día con Elon Musk para que tomen un té con pastas, y acaban los dos como en Gravity.
 
Yo quiero que vengan los marcianos para que podamos al fin hablar de otra cosa, porque me cansa hablar todo el rato de lo que le pasa a la gente. Educado en el catolicismo, he acabado harto de los católicos; formado en una masculinidad cuartelaria, he acabado harto de los hombres; era cuestión de tiempo que acabase hartándome también de los humanos. No quiero ni oír hablar de ellos.

Los dos relatos más fascinantes que he leído durante la pandemia han sido uno de Ted Chiang narrado por un papagayo y otro de César Mallorquí sobre unos perros que han sobrevivido a la autodestrucción del homo sapiens. Qué descanso, dejar de oír hablar de corrupción, de desigualdades, del precio del petróleo, de las guerras culturales y de las otras.


De unos días a esta parte no hago más que oír podcasts sobre pájaros y plantas. En uno de esos programas contaban que los cuervos se reconocen en el espejo, que es algo de que Óscar no es aún capaz y yo cada vez menos. El cuervo es un pájaro discreto, poco aparatoso, que colabora con otras especies sin grandes alaracas, come de lo que encuentra y se está tranquilito sin dar la murga. Para mí, el ser humano ideal es el cuervo. Además tiene plumas, mientras que el cuerpo humano, llegado a cierta edad, es como el de los cerdos hormigueros y produce repugnancia.

De momento, los únicos que no tienen razones para estar seriamente cabreados con los humanos son los virus y algunas algas. Para el resto de entes físicos —los cuervos, los ciervos, los cerdos, los cedros, las zarzas, las cercas, los corzos y los cuarzos, por no citar sino una mínima parte del resto de entes físicos— todos los humanos son Trump.

Estoy harto de las triquiñuelas mentales de los humanos, de su incapacidad para expresar afecto sin comprar algo, de la despreocupación con la que sojuzgan a los demás seres vivos, de su completa carencia de aptitudes para tolerar al prójimo y de su afición a destruir lo que no les gusta, pero también y a veces con mayor pasión lo que sí les gusta, ya se trate de las nieves perpetuas de un glaciar, pisoteadas por miles de turistas, o de las canciones de James Brown, sampleadas por miles de catetos.   

Esto de destruir lo que a uno le gusta es un reflejo infantil. Los niños pequeños encuentran un escarabajo verde metalizado, irisado y resplandeciente al sol de la tarde, y le arrancan las antenas, y luego una pata, y luego se lo comen. Crecer consiste en domar ese instinto, en aprender que esa actitud resulta indecorosa, aunque solo por razones de talla, ya que uno puede arrancarle las antenas y las patas a una langosta y comérsela sin que nadie se lo reproche. El día que lleguen los extraterrestres, nos los comemos seguro.