También aquí ha llegado la ventisca y nos ha dejado dos palmos de nieve. Los padres llevan a sus hijos en trineo, y luego dejan los trineos en los portales, posados en vertical en los peldaños de la escalera. Cuando sale el sol, grandes terrones de nieve se desploman de los aleros de los tejados, produciendo el mismo ruido que haría un pollito golpeado por la raqueta de un tenista profesional.
La gente tarda horas en encontrar su coche y en desembarazarlo de la nieve. Los que no consiguen encontrarlo, o los que no tienen coche, tardan más horas todavía en ir de A a B, aunque A y B sean puntos de un mismo barrio.
Nosotros no podemos llevar a Óscar en trineo, porque el trineo es aún para él una cosa indómita que lo despatarra. Tampoco nos atrevemos a llevarlo en bicicleta, porque las rodadas de los coches han convertido los cruces en terrenos accidentados, con imponentes cordilleras de hielo sobre las cuales se derrama un granizado de fango irregular y resbaladizo. No nos queda más remedio que ponernos las mascarillas caras y meternos en un autobús.
Con mascarilla veo peor, porque se me empañan las gafas, así que me las quito mientras espero en la parada. Pasa el ciento treinta y tantos. Se conoce que el mío hoy tarda en venir. Normalmente en mi parada solo para el ciento treinta y tantos y el ciento veintitantos, pero la nieve ha obligado a alterar las rutas y resulta que ahora en mi parada paran varios ciento veintitantos, y es ya demasiado tarde cuando descubro que nos hemos subido al ciento veintitantos que no era.
La estación término llega enseguida y le pido al conductor que nos deje permanecer dentro hasta que emprenda el camino en sentido contrario. Asiente mientras se come el bocadillo de media mañana —y son las ocho—. Le pregunto otra cosa, pero no la oye, o finge que no la oye. Pasa el tiempo. Regreso a la casilla de salida y esta vez sí tomo el ciento veintitantos que debía tomar.
También mi autobús sigue un itinerario atípico. Un pasajero con pantalones de carpintero llenos de bolsillos, y los bolsillos llenos de alicates, le pide al conductor que le abra por favor en el siguiente semáforo, y el conductor le dice que eso sería antirreglamentario. El carpintero le hace notar que igual de antirreglamentario es el trayecto que seguimos en esos momentos, pero al conductor le da igual, así que el carpintero tiene que aguantarse y cuando finalmente el autobús se detiene en una parada reglamentaria —aunque no fuera reglamentariamente la suya— se baja a dos kilómetros del lugar al que quería ir.
No consigo encontrar en mi biblioteca las memorias de Edward Said, pero recuerdo que en ellas explicaba cómo era incapaz de ver en la nieve nada que no fuera muerte y desolación. También contaba cómo en una ocasión Omar Sharif le dio un guantazo y lo desequilibró psíquicamente para el resto de sus días. Yo, quizá por no haber sido nunca abofeteado por Omar Sharif, no veo en la nieve el heraldo de la extinción de toda la vida terrestre, pero sí la cristalización hexagonal del desencanto, la materialización de la distancia que media entre las cosas como nos las imaginamos y las cosas como nos acaban saliendo. El resto del año también vivimos rodeados por una nieve invisible y metafísica que nos entorpece y nos retrasa y nos trae a maltraer.
Los viejecitos caminan por el arcén de las pocas calzadas por las que han pasado las palas quitanieve, toreando coches y jugándose el tipo, pero prefieren eso a partirse el coxis en la acera. Una mujer que anda con muletas se baja del autobús penosamente y se sienta en el banco de la marquesina a esperar pacienzuda su trasbordo; en la punta del pie, donde se acaba la escayola, lleva un calcetín violeta. Los orines de los perros trazan delante de todos los portales guarismos de colores heráldicos y hematúricos. Un pobre tipo que estaba quitando la nieve en su balcón se ha quedado encerrado fuera, pero por suerte vive en un entresuelo, de modo que se descuelga por el antepecho y atraviesa el parterre nevado en chanclas, como un franciscano mendicante, y llama al telefonillo de su propia casa, y ese pobre tipo soy yo.