Mis suegros han venido a vernos —otra vez— y nos han regalado unos cuchillos para mantequilla fabricados de forma artesanal en las islas Baleares. No sé de dónde los han sacado, porque ninguno de ellos ha estado nunca allí. Uno es de madera de olivo, otro de madera de enebro. Este último tiene un olor penetrante, lo que se dice embriagador. Últimamente, no sé si por efecto del confinamiento o por miedo inconsciente a que el coronavirus me arrebate de un día para otro el sentido del olfato, me sorprendo buscando activamente esos olores frondosos de los productos orgánicos. Cepillo las naranjas para hacer torrijas y permanezco un tiempo imprudente olisqueando su piel nimbada de éteres esenciales. Le compré a Óscar una bolsa de lana virgen porque me dijeron que protege la piel de la zona bikini, y sumerjo la nariz en ella —en la lana— con una delectación pecaminosa. Algunos días voy con Óscar a ver el conejo de la vecina, pero a lo que en realidad voy es a olerlo.
(Me doy cuenta ahora de que esta es una frase de esas que, aun empleadas de forma literal, hacen que la gente al verte se cruce de acera metafóricamente).
Cada vez que alguien llama al telefonillo doy un rodeo por la cocina para abrir el frasco de la nuez moscada e inhalar como si estuviera a punto de tirarme a una piscina de endorfinas. Y siempre hay alguien que llama al telefonillo porque, como vivimos en un entresuelo, cada vez que un vecino no está en casa el repartidor nos deja el paquete a nosotros. Unas horas después llama el vecino. Y una de cada dos veces, con la gracia, nos despiertan al rorro.
Nuestra amiga Ilka B., que vive a cuatro calles de nosotros, pasó el otro día por casa a dejar un regalo para Óscar, pero por miedo a llamar al timbre y despertarlo —eran ya las siete pasadas— lo dejó en el tirador de la puerta de entrada. Cuando, cinco minutos después, nos previno por WhatsApp, ya había volado. Nos sentó fatal, porque Ilka nos había anunciado que eran unos lápices de cera de abeja, y teníamos mucha curiosidad por saber cuánto tiempo tardaba Óscar en comérselos.
Toda la tarde nos la pasamos dándole vueltas al robo y haciendo listas de sospechosos: ¿cómo de bien conocemos a los vecinos del tercero?; ¿no vino un repartidor a dejar un paquete más o menos a esa hora?; ¿de qué empresa de mensajería era? Pero ni siquiera mis suegros, que se pasan el día espiando a los transeúntes y fichando a quienes entran y dejan de entrar, fueron capaces de darnos el más mínimo indicio.
Kathleen está fuera de sí. «¡Cómo es la gente! ¡No me lo puedo creer! ¿Quién puede ser tan mezquino como para robarle a un niño un juguete?». «¡Alma cándida!», respondo yo para mis adentros. El humor funesto que se ha apoderado de mí desde hace unas semanas me impide esperar del género humano nada que no sea fraude y devastación. Estas son las cosas propias de los hombres. Ninguna planta sería capaz de hacer algo así. Qué asco, la gente.
Dos días después, cuando vuelvo de hacer compras, oigo a mi espalda cómo alguien me llama a gritos:
—¡Para, papá de Óscar! ¡Para!
Es Nina, nuestra vecina, que lleva a su hija a la misma guardería que nosotros; luego, sale corriendo, se mete dos portales más allá y vuelve acompañada por una mujer vestida con lo que parece ser un traje de neopreno.
(«Lleva a su hija a la misma guardería que nosotros» es otra de esas frases en las que la semántica va por un lado y la sintaxis por el juzgado de lo penal. Escribir es un deporte de riesgo).
Nina me presenta, y me explica que la mujer del traje de neopreno tiene un regalo para Óscar.
—Pensé que conocía a todo el mundo en esta calle —dice, con el mismo soniquete irritado con el que lo dicen mis suegros. Y a continuación me tiende una bolsa de papel; en su interior hay un paquetito envuelto con un papel estampado de abejas.— Alguien dejó esto en mi portal, y lo único que ponía era «para Óscar».
Después de todo, a nuestra amiga Ilka nadie le había robado el regalo, pero quizá sí la capacidad de discernimiento, porque se confundió de número a pesar de que ha venido ya varias veces a buscarnos a nuestra casa. Su despiste ha debido de ser una jugada de la Providencia para revelarle al mundo que en nuestra calle vive el único ejemplar de nuestra especie que no es deleznable. (No obstante, me gustaría saber qué opina la Providencia de que esta buena samaritana vaya en traje de neopreno por las calles de Baja Sajonia).
Mis suegros, que lo han visto todo por WhatsApp (ya han vuelto a Neobrandenburgo, pero sacamos el móvil al balcón para que se entretengan vigilando), aplauden mientras yo entro en casa triunfante con los crayones en alto. Todos han hecho apuestas sobre el tiempo que Óscar tardará en comérselos, pero el olor a cera es tan delicioso y penetrante, su aroma es tan balsámico y umami, que nadie consigue arrebatármelos.