Me encuentro por casualidad en la intranet una de las clases que grabé en los primeros días de la pandemia, cuando aún no había nacido Óscar, y que corresponden al mismo punto del temario en el que me hallo ahora. Veo allí a un orador de locuacidad gabilonda, a un artesano de la orfebrería verbal que aquilata la terminología, hilvana perlas conceptuales y engasta ideas rutilantes en el equivalente retórico de un huevo de Fabergé. Estoy a punto de ponerme a tomar notas cuando recuerdo que aquel tipo soy yo; o, mejor dicho, fui yo, cuando todavía me hallaba en plena posesión de mis facultades físicas y mentales.
Muy pocas horas antes de encontrar ese vídeo he tenido que explicar ese mismo tema. Sin embargo, lo que esta vez ha salido de mi boca ha sido algo así como un discurso de Isabel Díaz Ayuso: una guirnalda de ruiditos que, cuando está a punto de significar, implosiona y estalla en una bonita nebulosa de martingalas.
Lo que ocurre es que en este último año he envejecido física y mentalmente varios lustros. Tengo las mejillas hundidas, los ojos como dos mejillones rebajados, el coronapelo lleno de mocos y del hummus que le ponemos al niño para cenar, una jaqueca intermitente del tamaño de una moneda de 10 céntimos encima de la ceja izquierda y una tortícolis que me va desde las gafas hasta el lumbago. Por las mañanas, después de tres horas y media sacrificadas a la intendencia, me siento delante del ordenador desaliñado, desalentado, con la cabeza a pájaros y la imaginación exangüe.
—¿Cómo te las apañas? —me ha preguntado hoy alguien, en los primeros minutos de una videoconferencia.
—Pues estafando —respondo. Y mi interlocutora, que tuvo que criar sola a un niño, sonríe como si acabase de decirle que somos del mismo pueblo.
La estafa consiste en que, aunque trabajo todo lo que puedo, trabajo bastante menos de lo que debo. Raro es el día en el que saco más de seis horas para algo que no sea la supervivencia y la puericultura. He suprimido varias actividades formativas, he dejado de intervenir en las reuniones, he regateado las horas de clase, he criogenizado la respuesta a muchos correos electrónicos, he rechazado ofertas de investigación apetecibles, he dejado morir el blog de divulgación que comencé hace un par de años, y allí donde anteriormente habría puesto inventiva y originalidad hoy me contento con no poner demasiada mierda.
Mientras las guarderías no abran doce horas diarias, la reproducción entraña esto: o se estafa a los abuelos, o se estafa al patrón —y el patrón, en mi caso, es la sociedad—.
—¡Pero es que los niños son tan monos! —escucho por todas partes, como cuando la selección nacional marca un gol en semifinales. Para mucha gente la monería lo compensa todo, igual que para mucha gente (el 40% de los madrileños, según las últimas encuestas) lo compensa todo una cañita con patatas fritas en una terracita. Luego, sale el sol por Antequera y se sorprenden.
Tirandillo

Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:
Nos seguimos leyendo.