Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 16 de julio de 2021

Ha ocurrido algo espantoso. Algo que me impide seguir escribiendo con la frecuencia habitual en estas páginas de plasma.

Lo que ha ocurrido es que el año pasado terminé de escribir una novela, una novelita de esas ligeras que se leen en lo que tarda el tren en llegar a Cercedilla. Yo pensaba que, con algo de suerte, alguna editorial indie vería el envite, le pondría una tapa en cuatricromía, la sacaría a cencerros tapados y yo podría cumplir mi sueño secreto de ser un escritor secreto.

He tenido, sin embargo, la desgracia de dar con una editora de extraordinaria generosidad, que ha visto en mi novela un montón de virtudes que yo no había puesto ahí, que no sé de dónde han salido, que parecen virtudes pero deben de ser erratas, y al final la novela —esa novela que, ya digo, está acomodada al traquetreo de un tren de vía estrecha— va a compartir catálogo con Julio Cortázar, con Otessa Moshfegh, con Carme Riera, con Peter Handke, con Mario Vargas Llosa y con muchos otros hombres y mujeres ilustres, laureados, nobelados o nobelables.

Yo estaba pensando que debería contar lo del diente de Óscar, pero creo que no lo voy a contar. Es una anécdota anodina, aunque también un poco repugnante, sobre todo por esa madre que también estaba en el parque infantil y que vino a decirnos que no era para tanto, que su hijo el otro día se había tragado el canto de un columpio y acabaron los dos, él y ella, chorreando sangre de la cabeza a los pies, y que al niño se le había caído un diente, pero que ella —no él— se lo había metido en la boca para que no se extraviase, en ese bolsillo de doble fondo que hay entre la encía y el carrillo, y luego el dentista tomó el diente con los dedos y se lo encajó otra vez al niño en la mella, tal cual, y que ahora ni se nota.

Solo que ahora, si cuento cosas así, a lo mejor me echan.  

Supongamos —es un suponer— que un día me acerco a la editorial a hacerme un selfie vacilón delante del edificio y da la casualidad de que en ese mismo momento sale de él Vargas Llosa. Porque, aunque parezca mentira, uno a Vargas Llosa se lo encuentra. Y Vargas Llosa, que siempre ha colmado de atenciones a los escritores principiantes como Javier Cercas, me reconoce y me dice «joven, que sepa que eso del diente es una asquerosidad; va usted a terminar devaluándonos el sello con tanta tontería».

(«Sello» es como llaman a las editoriales los escritores que ya no son, o que nunca llegaron a ser, escritores secretos).

Yo no puedo hacerle eso a Vargas Llosa. Y donde digo Vargas Llosa, digo Juan Gabriel Vásquez, Marcela Serrano o Manuel Vicent. Ahora lo que corresponde es escribir algo de empaque, algo que ponga el corazón en un puño y que no dé repelús como la historia del diente. Así que ando estos días con la aprensión a cuestas, cariacontecido y autocensurado.

Pero más tarde, de manera completamente fortuita, me pongo a leer a Proust, y me digo que si él puede llenar sesenta páginas contando cómo esperaba, trémulo de emoción, que su madre subiera a remeterle el embozo y a darle un besito de buenas noches, yo puedo contar lo del diente sin demasiados escrúpulos. Es más, no pasa mucho tiempo antes de que empiece a tomarle ojeriza a Proust, porque la historia del besito no quiere acabar nunca. El nene tiene ya barba cerrada y sigue piando por que suba la mamá, pero ella sigue en la salita tomando sorbete de apio y haciendo comentarios clasistas. ¿Cómo puede hacerle esto al pobre Vargas Llosa? Dejemos tranquilo a Vargas Llosa: ¿cómo puede hacerme esto a mí? Luego recuerdo que el sello de Proust es de otro grupo editorial y se me pasa el soponcio.

Por lo menos, no ser Proust: he aquí un objetivo a la altura de mis modestas capacidades. Ahora ya puedo contar lo del diente con la conciencia tranquila.