Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

jueves, 8 de julio de 2021

Hace una semana que estoy durmiendo yo al niño. Es un cambio bienvenido en este año de alienación implacable, porque, aprovechando que durante los diez primeros minutos de sueño no debo moverme apenas, so pena de despertarlo, me pongo los auriculares con mucho cuidado y escucho un cuentito de Borges. Luego, cuando le noto los brazos de pelele y la respiración profunda, lo deposito en su cuna, dejo a Borges en medio de uno de sus laberintos metafísicos y salgo de puntillas.

Esa es la fase recreativa; antes viene la fase embaucadora y juglaresca, en la que recito romances tremebundos o canto canciones indecentes en inglés. Cuando veo que los romances ya han surtido efecto y que el rorro está en el umbral de la morada hipnagógica, le doy un empujoncito recitándole en desorden cosas disparejas, que desprendan sus últimas conexiones racionales. Hoy le he recordado que en el portal nos ha saludado un caracol, y que hemos arrugado un papel para hacer una pelota, y que en el estanque hemos visto unas carpas enormes, y que luego se nos ha cruzado un helicóptero que hacía «top top top», y que parecía que pasaba por el cielo como descendiendo un tobogán, y que todas esas cosas lo acompañarían en la travesía de la noche. 

Óscar ha cerrado los ojos y yo echo mano de los auriculares, aproximándome mentalmente a la siguiente galería de la biblioteca de Babel. Con el hilo de voz de los hipnotizados, el niño repite «tío» —que es como llama al helicóptero—, «top, top, top»; y luego, tras una pausa:

—Mamá.

—Sí —susurro—, mamá va en el helicóptero.

—Papá —dice, a continuación, y yo me siento tontamente halagado al responder que sí, que también yo estaré allí, llevando de la mano al caracol, y que nos lo vamos a pasar de miedo lanzándonos por el tobogán aéreo y jugando a la pelota con las carpas. Óscar se sonríe y con un resto de energía, antes de que su hipotálamo apague la luz, convoca a un último compañero de viaje:

—Pedete.