Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 2 de agosto de 2022

El mismo sonambulismo con el que nuestra especie se interna en la sexta extinción masiva  se manifiesta día a día en los detalles más triviales. Creemos saber lo que queremos, pero no medimos nuestras decisiones, nos hacemos una idea aproximada e incompleta de las cosas y el resultado es casi siempre contraproducente.

Pensé, por ejemplo, que me sentaría bien volver a la investigación filológica. Por curiosa coincidencia, desde que hace dos años nació Óscar, no he vuelto a escribir una página de prosa académica, por lo que, cuando el director de Mediodía me pidió de hinojos que le escribira un artículo sobre la literatura española en 1922, acepté. No calibré en ese momento que el único modo de decir nada medianamente asertivo sobre la literatura de 1922 era ver todo lo que se publicó aquel año, así que termino dedicando la mayor parte del verano a revisar repertorios bibliográficos y catálogos de librería.

Nos proponemos descansar una semana en una playa paradisíaca, sin calcular que el mercurio de los termómetros entrará en efervescencia a las once de la mañana y que será suicida abandonar el hotel antes de las seis de la tarde. El mar, por otro lado, se ha puesto imposible de medusas, de manera que pasamos lo mejor del día confinados en un mundo feliz de pensión completa, artistas del karaoke y piscina de burbujas.

De nuevo en Madrid, corro a la Biblioteca Nacional porque todavía tengo por inspeccionar los índices de las muchas colecciones de novela popular que florecieron en los kioscos de 1922. El de «La Novela Corta», una de las más extensas, debería estar conservado en el CD-rom que acompaña el estudio de Roselyn Mogin-Martin. En la sala de documentación bibliográfica hallo el libro pero no el disco. La bibliotecaria hace como que busca durante diez o quince minutos antes de declararlo irremediablemente desaparecido. Días más tarde, de regreso en Alemania, recordaré que yo había leído el libro de Mogin-Martin en mi juventud heroica, y que sin duda había tenido el reflejo de hacer una copia del CD-rom. ¡Ah, si lograse encontrarla! ¡Menuda jugada, preparada con décadas de antelación! El disco aparecerá, efectivamente, entre las copias de mi tesis, pero cuando lo introduzca en el lector descubriré que, para los ordenadores actuales, la interfaz de 16 colores en la que, a finales del siglo pasado, se había codificado la base de datos con los títulos de la colección «La Novela Corta», ha devenido en un galimatías criptográfico indescifrable. La flor y nata de la ciencia española —el Centro Superior de Investigaciones Científicas, que era el organismo editor—, pretendiendo crear un software imperecedero y vistoso para la consulta de datos, ha conseguido exactamente lo contrario. Ejemplo de discalculia nivel «amo del calabozo».

La víspera de tomar el avión de regreso se nos ocurre llevar a Óscar a un espectáculo de magia para niños. Antes debo echar el resto en la Biblioteca Nacional, por lo que a mediodía engullo un pincho de tortilla, lo paso con un café con hielo y, cuando seis horas más tarde abandono mi pupitre, me digo que solo un dürüm de falafel puede reanimarme. Pero vuelvo a calcular mal, porque no merecía la pena reanimarse para arrostrar los sopetecientos grados del Paseo de Recoletos, y el principal efecto del dürüm es embadurnarme las gafas de una salsa rosa.

Así, viendo de color de rosa las obras con las que se está reformando la Puerta del Sol —en lo que tiene toda la pinta de ser un nuevo y colosal error de cálculo municipal—, corro hasta el sótano de la calle de Lavapiés en el que tiene lugar el espectáculo de magia. El chico que lo hace es muy animoso; lleva una barba postiza de chivo y, mientras el público se acomoda, simula estar durmiendo a pierna suelta. En cuanto se despierta comienza a tirar cosas por el suelo y a enredarse con el cable del micrófono. No habíamos calculado que la oscuridad del sótano, el foco espectral que iluminaba al artista y los sobresaltos con los que daba inicio aquella fantasmagoría aterrorizarían a Óscar hasta el punto de obligarle a abandonar la sala antes de que acabase el primer truco.

Mientras Kathleen y mi madre disfrutan del resto del espectáculo, yo me llevo a Óscar a dar el primer paseo de su vida por Lavapiés. Óscar tiene el flequillo lleno de trasquilones porque solo ha accedido a que le cortásemos el pelo si utilizábamos las tijeras de los pies. Vemos los puestos de flores de Tirso de Molina, saludamos a las decenas de policías que patrullan el barrio sin cesar, descubrimos una casa en la que vivió Picasso, nos fotografiamos en callejas provincianas y roñosas, y regresamos al bar del teatro para beber agua con una pajita, mientras todo lo sólido se disuelve en el aire ígneo de finales de julio. Y todo eso, que no habíamos calculado ni previsto, que no habíamos premeditado ni calibrado, terminará siendo lo menos fallido del verano y constituye también, a su modo, un espectáculo de magia para niños.