Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 13 de agosto de 2022

Muchos piensan que, mientras China siga quemando carbón y los empresarios californianos continúen veraneando en el espacio, nuestros pobres hábitos de consumo pequeñoburgueses no tienen virtualmente ninguna capacidad de influencia en la emergencia climática. Aunque este lugar común no sea por completo incorrecto, Bernd Ulrich argüía la semana antepasada en Die Zeit que cada uno debe preguntarse si realmente desea ser el tipo de persona que, en un punto de inflexión como no lo ha habido nunca en la historia de la humanidad, no hizo el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas.
 
Ya te lo digo yo, Bernd: sí, la mayoría de la gente desea ser el tipo de persona que no hace el mínimo gesto imaginable para mejorar las cosas. Según una encuesta reciente, la mayoría de los alemanes —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— quiere que su país siga siendo el único en Europa que carece de límite de velocidad en las autopistas, a pesar de que limitar la velocidad a 120 o a 130 km/h sería una medida bastante eficaz de ahorro energético y de reducción de emisiones contaminantes.

En su columna semanal escribía este jueves Harald Martenstein que la gente percibe como una provocación cuando alguien dice que adora los coches. Mi percepción es la inversa: la provocación es que la mayoría de la gente —pero sobre todo los hombres, y sobre todo los hombres ricos— adora los coches. Y no es solo que casi todo el mundo los adore, sino que quien puede se compra uno todavía más energívoro y amenazante.

Para huir de los coches y de sus adoradores, decidimos pasar la última semana de vacaciones en una granja del Sauerland, rodeados de gallinas, perros, burros y conejos. Óscar da cada día una vuelta en pony, más contento que todas las cosas, aunque se muestra mucho más prudente con las cabritillas, que son casi tan pequeñas como él; en el tejado anidan las golondrinas, el suelo está lleno de boñigas y en nuestra ducha encontramos un ciempiés asqueroso que nos garantiza la autenticidad rural de nuestra experiencia.

Solemos cocinar algo sencillo en nuestro apartamento, pero al segundo día los granjeros hacen pizzas en el horno de leña, y comemos con ellos y con otros veraneantes. Yo pido una pizza de verduras y, cuando nos la trae a la mesa, el granjero le dice a Kathleen: «¿Una pizza sin carne? ¿No es esto motivo de divorcio?».

En nuestra granja, desde luego, el vegetarianismo parece una opción desproporcionada. Las vacas pastan a su aire por praderas cinematográficas, los burros se revuelcan en la arena, las gallinas picotean entre las sillas y los cerdos parecen dispuestos a todo menos a abandonar su pocilga. Esta granja viene a ser como los niños: una versión amable, inofensiva y soleada de aquello que los seres humanos realmente somos.

Una tarde subimos a los establos a ver cómo ordeñan las vacas. Estas pasan en grupos de tres o cuatro por una plataforma recubierta de azulejos en la que el granjero y su ayudante les limpian primero las pezuñas y las ubres, y luego les enchufan la máquina ordeñadora. El granjero les reserva una tinaja de leche a los recentales, que se encuentran aislados en unos chiqueros que recuerdan los remolques para caballos. Todos los terneros se apresuran a meter los hocicos en los cubos de leche; todos, salvo uno: al fondo de uno de esos chiqueros yace, desorientado e inapetente, uno que ha nacido esta misma tarde. Sin duda le han dado un duchazo, porque su pelaje, crespo y colorado, tiene un aspecto lustroso. Solo la preferencia que le demuestran las moscas y algunas manchas de sangre en el hocico delatan el parto reciente.

El granjero me mira de soslayo, me señala y le pregunta a Kathleen:

—¿Eso es tu marido?  

Kathleen asiente, y el granjero suspira como diciendo «qué le vamos a hacer, hay que aceptar que nos encontramos en una fase de decadencia genética». Luego se vuelve hacia mí y me ordena:

—Métete ahí y levántalo.

Yo, solícito, me meto de un brinco en el establo.
 
—¿De dónde lo cojo? —pregunto. Y el granjero, que no va a desaprovechar la ocasión de poner en su sitio a un urbanita, aunque sea un urbanita tan poco vocacional como yo:

—De donde puedas.

Yo brego un rato con el ternerito, tratando de alzarlo primero de las corvas, luego tirándole del rabo y por último poniéndome a horcajadas sobre él para rodearle los ijares con los brazos y tirar hacia arriba.

—Haz que se yerga primero sobre las patas de delante —me recomienda el ganadero, quizá ya menos divertido que impaciente. Yo agarro al animal de las axilas, por así decir, y les pido a mis lumbares un crédito a fondo perdido para dar un último tirón. El becerro se incorpora penosamente y casi a iniciativa propia estira también los cuartos traseros. Kathleen viene entonces con un biberón para gigantes que le introducimos en la boca a la fuerza, porque por no saber, no sabe ni mamar.
 
—¡Ahí están mis milanesas! —exclama mi suegro, regocijado. No había dicho que a estas vacaciones venían mis suegros: quería guardarme para el final este giro dramático. El caso es que mi suegro está en lo cierto: por ser machos, tanto mi lactante como sus primos de los chiqueros contiguos tienen los meses contados.

Estamos quienes vemos a los terneros como criaturas desorientadas y están quienes los ven ya como milanesas. El espacio entre ambas perspectivas se vuelve cada vez más intransitable. Como escribía Bernd Ulrich, el tiempo en el que era posible bromear sobre estas cosas es uno de los muchos tiempos que ya han pasado. Precisamente porque la demanda de carne impide que la mayoría de las granjas sean como esta, las milanesas ya no implican solo la ejecución y el descuartizamiento de terneritos desvalidos, sino también la deforestación del Amazonas, la destrucción de ecosistemas silvestres, la contaminación de los acuíferos y la emisión descontrolada de metano. Hay que haber vivido los últimos años en una burbuja epistémica de hormigón armado para no ser consciente de ello.

«¡Ahí están mis milanesas!»: esa frase, pronunciada en presencia de un prodigio afelpado y todavía trastabilleante, me hace pensar que nada ni nadie está libre de verse, antes o después, empanado. Para mi suegro —pero mi suegro no es aquí mi suegro, sino cualquiera— el mínimo gesto imaginable sería no comernos, pero empiezo a convencerme de que en ese futuro turbulento que nos aguarda muchos ni siquiera estarán dispuestos a eso.