Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Es uno de los anocheceres más hermosos que jamás se hayan columpiado en las catenarias de la estación de Hamm (Westfalia). Precisamente he levantado la vista de los exámenes que estoy corrigiendo para contemplarlo unos instantes cuando nos llega uno de esos anuncios por megafonía:
 
—Señores pasajeros: lamento comunicarles que nuestro tren sufre un problema difícil de solventar. En cuanto los técnicos que intentan solventarlo me transmitan más información, les daré una estimación aproximada de cuándo se solventará.
 
Normalmente necesito mucho menos que eso para comprarme un botellín y bajarme al andén. En ese andén desabrido de Hamm (Westfalia) he cazado yo muchas veces un rayito de sol de propina, o me he comido el bocadillo del recreo.

Lo que no suele ocurrir en Hamm (Westfalia) es que detrás de mí se baje una banda de música. Uno, dos, tres, cuatro golpes de baqueta y los metales prorrumpen en un rugido sincopado y sampleable. Los saxofonistas estrujan sus instrumentos, la caja busca en cada compás una salida de emergencia, el bombo se mete en un vagón y sale por otro, la cantante se revuelca por el suelo, la tuba tiene instintos depredadores y el trombonista hace de Puck en este sueño de una noche casi póstuma de verano. A la segunda canción, la banda baila en línea; a la tercera, salimos en Twitter; a la cuarta, la mitad de los pasajeros se ha bajado del tren, se ha olvidado del tren, salta, da palmas, se hace selfies y no quiere estar en a ningún otro sitio que no sea Hamm (Westfalia), convertida de repente en una sucursal de Berlín.

Yo pienso que esos músicos van a llegar a sus casas bien pasada la medianoche, que alguno de ellos tendrá también niños chicos y que mañana a las siete de la mañana estarán removiendo el chocolate, fregando orinales, limpiando mocos, explicando incansablemente los motivos por los que uno no puede salir a la calle con el culo al aire, y eso hace que este concierto improvisado resulte todavía más improbable y milagroso.  

Al llegar a la recta final de una canción especialmente furiosa, en la que los metales suenan casi como los silbatos de los trenes de vapor, vemos cómo la otra mitad de los pasajeros comienza a descender de los vagones, arrastrando sus maletas con cara de derrota, con cara de que no los hemos invitado a nuestra fiesta, cuando las mejores fiestas son estas en las que no hay invitación, en las que pasárselo pipa es sencillamente algo que pasa. Por megafonía nos indica la interventora que el problema que estaban solventando no ha podido solventarse y que tendremos que apretujarnos en el siguiente tren de la misma línea —ya es una hora más tarde—, que está entrando en la estación por la vía de enfrente.

Hace unas semanas me topaba en un parque con una especie de vagón dentro del cual había una banda de Laponia —o, más probablemente, de un lugar imaginario que también se llama Laponia, al modo de esas revistas que se llaman Polonia o Mongolia o Kamchatka—. Ahora somos nosotros los que estamos en el vagón y la banda la que está fuera, tratando de entrar para viajar con nosotros a otro lugar imaginario, que es el único tipo de lugares al que la compañía de ferrocarriles alemana parece capaz de llevarnos en un tiempo razonable.