Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 28 de septiembre de 2012

A última hora me he acercado al Carrefour que hay al lado de la facultad para comprar algo de cena, porque volví ayer de Göttingen y como era el día de la Comunidad Francesa estaba todo cerrado. (Otro día habrá que hablar de esto de la fiesta valona de la Comunidad Francesa.) Compro verduras para una sopa y una pequeña barra de pan, hay que ver qué caro está aquí el pan, hoy no me da tiempo a hacerlo yo mismo. Total, que apenas me he puesto a la cola cuando veo en la caja a una de mis estudiantes.

Durante uno o dos segundos he pensado en cambiar de caja, porque la situación me resultaba inexplicablemente embarazosa. Pero enseguida he pensado que más embarazoso sería si la estudiante me viera pasar a la cola de al lado aparentando que no la había visto. Esas cosas me pasan continuamente. Además, es una estudiante que conozco bien, porque ha hecho por lo menos cuatro de mis asignaturas. Puede que cinco, ahora que lo pienso, qué barbaridad, hasta yo pierdo la cuenta. Sé cómo se llama, sé que su novio es historiador y sé que ha estado a punto de perder la beca en varias ocasiones pero al final siempre aprueba por los pelos en septiembre. Ahora también sé que trabaja en un Carrefour, en turno de tarde.

En Die Zeit viene esta semana un pequeño reportaje sobre el desconcierto que experimentan los estudiantes de clase trabajadora al comenzar los estudios. Comienza así: «Sin haber oído hablar nunca de Pierre Bourdieu y de sus teorías, Nicole sabía instintivamente qué significaba el habitus»; y algo más adelante la propia Nicole recuerda: «no sabía cómo matricularme, no sabía cómo pedir una beca, no sabía cómo escribir un trabajo». No sé si mi estudiante se encuentra en el mismo caso de Nicole, quizá el choque cultural del primer año universitario sea mayor en Alemania, donde la secundaria es muy clasista. De lo que sí estoy seguro es de que hace tres años ella no sabía cómo matricularse, no sabía cómo pedir una beca, no sabía cómo escribir un trabajo.

Me pregunto —me lo pregunto ahora, en casa, comiendo la sopa, porque en la cola no me ha dado tiempo a pensar en nada—, me pregunto qué opinión tendrá de la universidad un cajero de Carrefour. No de la universidad en abstracto, sino concretamente de nuestra facultad de Filosofía y Letras, de la carrera de Lenguas Modernas y de todas las entelequias que les metemos en la cabeza a los pobres estudiantes: la fonética histórica, las crónicas de Indias, el sistema de referencia de la Modern Language Association, la pasiva refleja, la teoría postcolonial, la gramática generativa, el narrador intradiegético, la lógica deductiva formal, la revuelta de las comunidades de Castilla, los alejandrinos asimétricos. Me pregunto qué tiene que ver todo eso con el arqueo, los reponedores, la tarjeta de descuento, los cheques restaurante o el código de las chirimoyas. Probablemente nada, probablemente mi estudiante me odie por no haberle enseñado nunca que la manera de ordenar los productos en el estante es por fecha de caducidad, probablemente sí fuera oportuno cambiarse de cola después de todo. 

Y me respondo —me respondo ahora, lavándome los dientes, porque mientras me tomaba la sopa sólo me hacía preguntas y veía el último capítulo de la serie sobre Isabel la Católica, que hay que ver qué moldeado me lleva—, me respondo que es verdad, que esos dos conjuntos de cosas no tienen nada que ver, que la ventaja de la facultad estriba precisamente en que no tiene nada que ver con el supermercado. Por supuesto, una cosa es que no tenga nada que ver con el supermercado y otra que no tenga nada que ver con la realidad: hay otras realidades, no sé si mejores o peores, pero definitivamente distintas del Carrefour: un archivo, una escuela, una editorial, una redacción de periódico, un centro cultural, una biblioteca de barrio, una academia de idiomas, un departamento de recursos humanos, una cabina de interpretación simultánea. Como bien sabe Nicole, el paso de una realidad a otra no se produce sin humillaciones ni sin adiestramiento. Por lo tanto, merece la pena prever estrategias que consideren la problemática específica del estudiante que llega a clase después (o antes) de seis horas de caja, estrategias que reduzcan, desde luego, el coste económico, pero también las fricciones simbólicas, las incompatibilidades de horarios y la desventaja de salida en la carrera universitaria. En la oceánica oferta de formación continua para personal docente no recuerdo que hubiera ningún seminario sobre esto. La reforma del plan de estudios en la que nos ha embarcado el decano tampoco tiene en cuenta nada de esto. Quizá porque admitir que las diferencias económicas tienen un reflejo inmediato en la competencia cultural imprime a la voz discursiva un incómodo tinte paternalista, el mismo tinte que mucho me temo acusan estas líneas.  

Llega mi turno, la verdura y el panecillo son escaneados por el láser y al pagar le digo a mi estudiante que no sabía que trabajase en Carrefour.
—Hoy es mi último día —responde. Fíjate tú, también es casualidad.