
Hacía siete u ocho años que no iba a una fiesta en un piso de estudiantes. Esas fiestas en las que la bañera está llena de botellas, aunque en esta ocasión no era la bañera sino un carrito de supermercado. No quiero saber qué había en la bañera. Uno de los invitados llevaba un casco hecho con un barril de cerveza y una escobilla de váter; otra iba vestida con un saco de patatas, y le colgaban chapas de botella de las orejas. Le pregunto dónde puedo dejar mi cazadora; me mira con cara de no entender la pregunta, coge mi cazadora y la tira a un sofá que estaba inmediatamente a su derecha, encima de un coreano completamente embalado en polietileno. Al poco aparece alguien con una bandeja llena de vodka jelly shots. Yo tampoco sabía qué eran, a pesar de haber oído mil veces el disco de Momus que lleva ese mismo nombre. Espero haber cumplido por los próximos siete u ocho años.
La otra fiesta fue la celebración del doctorado de Alexander; allí sí conocíamos a más gente, pero había menos disfraces; sólo uno de los asistentes se confundió y fue vestido de intelectual. Conocemos allí a dos amigos de Alex que, casualmente, habían pasado unos días en L***. Sus recuerdos son de una elocuencia que hace ocioso cualquier comentario. Uno de ellos no recordaba absolutamente nada, aunque observadores imparciales afirman que una noche lideró una conga de cientos de personas que recorrió el centro de la ciudad durante horas. El otro recordaba que las fiestas de estudiantes valones solían celebrarse en salas con el suelo y las paredes alicatadas: cuando a la mañana siguiente se retiraban los supervivientes, llegaba el servicio de limpieza con pistolas de agua a presión.