—Permítame, caballero. Estamos llevando a cabo una acción que trata de llamar la atención sobre la cantidad de terreno público que se reserva a los coches sin que... caballero... ¡eh, caballero!
El caballero tiraba de su mujer, volvía la cabeza con expresión de pánico y huía de mí sin rebozo, como no lo hubiera hecho de un comercial de telefonía móvil. Poco después una mujer se baja de su coche y ronda nuestra efímera colonia. Tiene los ojos saltones, la mandíbula un poco desencajada, el pelo largo y grasiento. Apenas he terminado de recitarle mi cantinela, rechaza la postal con un gesto unívoco y me replica entre dientes:
—A usted le molestarán los coches en las ciudades, pero a mí me molestan todavía más los urbanitas que hay en el campo.
Claro, los domingueros que van al campo en coche, pensaría cualquiera que todavía conservase algo de fe en la capacidad de comunicación del género humano. Pero no, esta sociópata a quienes no tolera es, como me explica inmediatamente, a los urbanitas que viven en el campo. Esto me enseñará a dejarme de infusiones y a llenar el termo, la próxima vez, de grog bien cargado.
A pesar de todo, puede considerarse que el primer Park(ing) Day ha sido coronado con el éxito: contra los pronósticos de los demás miembros del comité de barrio, no nos han partido la cara, ni nos han insultado, ni nos han arrollado con un hummer. De todos modos Valonia sigue siendo tierra de misión para la liga antiautomovilística, como enseguida se verá.

Esta mañana han cortado varias calles de Tilff porque se celebraba un desfile de gigantes. Me doy un garbeo por la plaza desde la que saldrá el desfile, y no veo ni una sola cara conocida, salvando las de los gigantes, que cada año son los mismos. Curiosamente, en las famosas manifestaciones folklóricas de Tilff, como el carnaval y el baile de los puerros, la población de Tilff está casi por completo ausente. Son ganapanes y borrachuzos de los pueblos más recónditos de Brabante y del Luxemburgo valón quienes vienen a organizarnos el floklore.
El caso es que me he cruzado con dos municipales que controlaban el correcto desarrollo del desfile, y he puesto en su conocimiento que, como tantos fines de semana, la plaza de Tilff está ocupada por motos de alta cilindrada, a pesar de que está expresamente prohibido y de que nuestro comité lleva años denunciando la situación al ayuntamiento. ¿Habrá que esperar a que una moto aplaste a un niño para que se tomen a pecho el asunto? Uno de los municipales ha empezado a jugar con su teléfono en cuanto yo he abierto la boca. El otro me ha escuchado con una atención que podríamos calificar de bovina, y al cabo me da la siguiente respuesta:
—Tiene usted muchas razón, pero hay que pensar también en los motoristas. ¡Tienen tan pocos espacios para aparcar! Raro es el sábado en el que alguno de los tres parkings de Tilff no está completo. Además, sería una pena que por aparcar la moto en un lugar menos céntrico se la acabasen robando, ¿no cree? En cualquier caso, nosotros estamos hoy aquí para acompañar el desfile de los gigantes; lo otro, ya se verá.
Detrás de él, un Carlomagno de cinco metros nos contempla con una indiferencia que podría confundirse con estupidez. Algo más allá un cabezudo de ojos tristes, con chaleco y canotier, toca la zambomba, una zambomba del tamaño de un violoncelo.