Muchas veces pasa que el nombramiento de doctores honoris causa les presta a unos famosetes advenedizos un prestigio que no merecen. En esta ocasión, en cambio, se entrega a varios periodistas y caricaturistas que han luchado por la libertad de prensa en distintas partes del mundo. Uno de ellos, el kazaja Ajmediarov, no ha podido asistir a la ceremonia porque lo tiene retenido el gobierno de su país a causa precisamente de uno de los artículos que escribió. Hace un año, Ajmediarov estuvo a punto de diñarla tras ser apuñalado varias veces por un sicario del gobierno; el atentado sólo multiplicó sus ganas de trabajar. La dibujante Nadia Khiari menciona en su discurso de recepción los nombres de periodistas tunecinos presos o desaparecidos. Su intervención termina con la vieja exclamación republicana, «vive la Liberté!». Los asistentes, enardecidos, se ponen en pie. La aclamación no parece querer apagarse nunca. Después de tanto aplaudir a violinistas y a conferenciantes, se agradece aplaudir a alguien que realmente ha demostrado un coraje y una iniciativa fuera de lo común, sin esperar otra recompensa que un disparo en la nuca. En esta ocasión se diría que no son los honoris causa los que reciben la bendición universitaria, sino que somos nosotros, los trabajadores y estudiantes de la universidad, los que nos contagiamos del arrojo y el espíritu crítico de los homenajeados. Al comenzar un nuevo año académico recordamos que son ésos y no otros los valores que debemos defender en nuestras refriegas, mucho menos gloriosas, del día a día.
Un joven filósofo que cultiva una pose cachazuda y algo cínica dirá más tarde que la ceremonia le pareció por momentos una payasada. Se refiere sobre todo a las bromas que ha gastado Plantu (Plantu viene a ser como el Roto de Le Monde). Este joven filósofo —que, según se cuenta, acumula cientos de cuadernos manuscritos en un armario— pasa por alto algo tan evidente como es el instinto bufo que tienen los caricaturistas ante la tragedia. El anticlímax, la autoparodia y el humor negro son en ellos reacciones que la profesión ha convertido en reflejas. Hay que ver, tanto cuaderno para tan poca cosa...
En la recepción que sigue a la ceremonia me topo con uno de los doctores honoríficos, al que han abandonado en uno de los salones rococó de la Société Littéraire. Se trata de Stevan Harnad, un pionero del open access, que tanto predicamento tiene en L***. Lo había escuchado por la mañana en un debate, y me había despertado una simpatía inmediata. Como tantos húngaros, es un políglota consumado. Su francés es perfecto, y su español muy notable, sobre todo después de descubrir que lo aprendió en tres semanas con una cocinera. «Fue una cocinera que trabajó para mis padres durante una temporada, y que no hablaba nada de húngaro. O aprendía yo español, o me moría de hambre». Charlamos un rato, mientras las bandejas de los camareros hacen vuelos rasantes por encima de nuestras cabezas. Más que el open access y la gratuidad del intercambio científico —me confiesa—, a él lo que le preocupa son los animales. Es un vegano convencido y militante.
—No, eso de militante me hace pensar en la guerra del 14.
—Bueno, entonces «proselitista».
—Proselitista sí.
Es como si todo el odio que siente por los editores científicos lo compensase con un amor irrestricto por todos los seres animados. Estoy seguro de que si la ley se lo permitiese, el Sr. Harnad descuartizaría a Klaus Vervuert y haría con él un ragut para los niños de Aldeas Infantiles. Hablamos de mataderos, de corridas de toros y de granjas ecológicas. Al despedirme le aseguro que, en adelante, cada vez que me tiente comer carne me acordaré de él y lo reconsideraré; así tendrá la satisfacción de haber salvado cada año, gracias una conversación de pocos minutos, la vida de unas cuantas lonchas de jamón.