En El Tejarejo, entre Ávila y Toledo, jugando a los bolos con los sobrinos. Sentado en el borde de la bolera, Tristán cuenta los que caen. Birla el abuelo. ¡Catacloc!
—¡Siete!
—¿Cómo que siete? Si sólo ha tirado dos.
—No —explica Tristán—, digo que son siete puntos de fuerza y cuatro de agilidad.
Para él todo es un juego de rol, y lleva siempre en el bolsillo un taco de cartas de los Pokemon. El resto del tiempo se le va en hacer visajes y hablar en camelo. Su hermano mediano da una nueva vuelta de tuerca a un chiste viejo: «¡mira, mamá, sin piernas!... ¡sin manos!... ¡sin bicicleta!».
Esto me recuerda una conversación con Kathleen, de hace unos meses. Habíamos pasado la tarde con Aaron y Peer, los hijos de Constanze, y ella me preguntó si me gustaba jugar con niños.
—No más que otras cosas —respondí—. ¿Y a ti?
Kathleen reflexiona durante dos o tres segundos y responde con cómica seriedad:
—Sólo cuando gano.