Mi hermano Nacho me envió ayer un artículo de una tal Miya Tokumitsu, joven doctora de la universidad de Pennsylvania. El artículo se ha reproducido por todas partes, está muy bien escrito y llama mucho la atención, porque pone en tela de juicio uno de los pilares de nuestra sociedad, una de esas máximas que se pintan en cerámica de Talavera y se cuelgan detrás del mostrador: «lo importante es trabajar en algo que te guste». Este lema —dice la autora— es ilusorio, traduce en fracaso las ocupaciones poco gratificantes y oculta las duras condiciones de vida de quienes concretan en la cadena de montaje las ideas geniales de los creativos, que son los únicos que realmente tienen un curro que mola.
La autora también dedica varios párrafos al mundo académico, donde la ideología del «do what you love» justifica una carga de trabajo muy superior a los límites legales, así como la intrusión de lo profesional en el ámbito privado. Deberíanos preguntarnos —concluye Tokumitsu— «quién se beneficia de hacer que el trabajo parezca no-trabajo».
El artículo tiene un mérito incontestable, y es darle la vuelta a un lugar común con el que se han venido tomando alegremente decisiones gordas. «Al niño lo que le gusta es tocar la batería, y eso es lo que importa»: igual no, señora, igual no. Por otra parte, en la clase trabajadora tales planteamientos son infrecuentes: el niño bajará a la fábrica cuando toque, porque es lo que hay (sobre todo ahora que las becas están como están).
Bueno, venga, de acuerdo, quedo muy agradecido por esta idea vírica a la joven doctora Tokumitsu. Pero le veo dos pegas. La primera no se me ha ocurrido a mí solo, sino que la he leído en un artículo que responde a una publicación previa del mismo texto, y dice así: amar el trabajo que uno hace no sería tan chungo en otro sistema económico, por ejemplo en el mundo de luz y de color que anhelaron los socialistas utópicos del siglo XIX. El problema no es que a uno le guste o le deje de gustar lo que hace, sino la división del trabajo en un régimen capitalista. Porque ¿cómo puede a alguien gustarle lo que hace si se trata de una actividad muy específica y debe repetirla a razón de ocho horas diarias? Si ver El Intermedio, que es una cosa hilarante, cansa pasadas seis o siete horas, ¿cuánto tardará uno en cansarse de llamar a números de teléfono aleatorios para proponer una promoción con trampa? Calculo que poco. Pero en el paraíso socialista no hay teleoperadores, sólo artesanos renacentistas y gachises.
Lo segundo que le reprocho al artículo de Miya Tokumitsu es que dé el mismo trato a cualquier tipo de trabajo. Quizá me equivoque, pero yo creo que el auténtico drama no es la vida de los profesores universitarios occidentales, sino la vida de los niños que extraen coltán o tierras raras para la fabricación de teléfonos móviles en las minas de África central, con un palo y una escudilla. Es verdad que el trabajo académico exige (en palabras de Marc Bousquet, citadas por Tokumitsu) «un alto nivel de intensidad intelectual y emocional durante cincuenta o sesenta horas a la semana» con un salario que —aunque no siempre es comparable al de los camareros, como allí se afirma muy a la ligera— tarda en alcanzar el nivel de otros profesionales de la educación, y rara vez lo supera. Pero precisamente: la jornada del profesor universitario ofrece «horas y horas de alto nivel de intensidad intelectual y emocional», y en ese sentido no es comparable en intensidad física y alienación emocional a la de los camareros. Por lo menos a la de los camareros que trabajan por cuenta ajena, si es que hay otros.
El de la universidad es un trabajo estimulante, en el que uno puede fijar sus propios objetivos, en el que puede obtener ayudas económicas para llevar a la práctica ciertos proyectos, en el que se tiene una enorme influencia en la formación intelectual de los profesionales del mañana. Es un trabajo de horarios flexibles (para ciertas cosas), con una función social clara (sobre el papel), en el que se goza de cierto reconocimiento social (y hay que aguantar también ciertos clichés). De acreditaciones, sexenios y papeleo administrativo mejor no hablamos.
En una conversación a varias bandas por correo electrónico, una amiga reaccionaba al artículo de marras deplorando que el mundo universitario fuera tan poco propicio a la maternidad. Citaba el caso de una catedrática que no había encontrado el momento de tener hijos, pero no lo lamentaba porque hacía lo que le gustaba. ¡Ah! Ahí salió el latiguillo. La historia se traía como ejemplo de autohipnosis, o de adoctrinamiento sistémico, porque esta señora había llegado a convencerse de que estaba satisfecha con el trabajo que tenía, y había olvidado que tener hijos debe ser la prioridad de toda mujer.
Supongamos que la catedrática hubiera dicho que no había encontrado el momento de dar la vuelta al mundo en bicicleta, pero no lo lamentaba porque al menos hacía lo que le gustaba: ¿sería percibido de la misma manera, como un sacrificio que no se le debería exigir a nadie? Las estadísticas de realización personal —Kathleen me enseñó una hace unos meses— muestran que la mayoría de los padres descubre que tener hijos no les gusta tanto como creían, y que echan de menos dedicar más tiempo a seguir trabajando en lo que no les gustaba.