Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Me queda aún una semana de trabajo. En algún momento consideré reservar una habitación de hotel en la ciudad, pero lo descarté enseguida: ¿por qué debería pasar la última semana en un sitio en el que he elegido no vivir los últimos cinco años? Busco una pensión en el valle y doy con una que está a dos pasos de la estación de Esneux. La regentan Joëlle y su marido Luc, cuyo apellido es Lecoq. De ahí que la finca —una vieja mansión con un jardín lleno de esculturas, un cenador, una piscina de agua salada y una que otra hectárea de bosque que descubrieron al cabo de los años en el registro notairal— tenga un nombre gallardo y resonante: Les Gallinautes.

Luc nació y creció en el Congo; su padre creó allí la primera red de dispensarios médicos del país. La familia volvió a Europa a principios de los 60; Luc quería irse a Roma a estudiar música, aprovechando que una de sus hermanas ya vivía allí, pero su padre se negó en redondo, le cortó el dinero y le inscribió en una formación de kinesioterapia. Fue a clase el primer día por curiosidad y se quedó pegado al pupitre durante los cinco años siguientes. Luego se doctoró en osteopatía y pasó varios años yendo y viniendo en coche de Lieja a París: tardaba dos horas y media, casi lo que tarda hoy el Thalys.

—Corría como un loco, pero es que tenía que pasar consulta aquí de diez a doce de la noche. Luego todavía estudiaba un rato y de madrugada volvía a París.

Nikola Tesla dormía más que Luc. Éste, cuando vuelve de trabajar, hace esculturas, toma fotografías, toca el piano, dibuja y dedica las noches a estudiar el desarrollo embrionario y el crecimiento humano.

—Pensamos en el desarrollo biológico como algo que se produce desde dentro, como una serie de instrucciones que van de los genes hacia el exterior, pero en realidad todo responde a un puñado de leyes mecánicas relativamente simples: la oxidación, la ósmosis, la erosión, la corrosión...

Habla de mareas, de corrientes y de ritmos, de fallas y de solidificaciones, pero en realidad de lo que está hablando es de la anatomía humana. Su tratamiento —dice— consiste en tocar a los pacientes de modo que su cuerpo recuerde mecanismos que se le habían detenido. Es un cartesiano que da mucha cancha a la intuición:

—La primera vez que vi a Joëlle —imagino que tendrían por entonces veinte años—, estaba morena como una etíope y llevaba una marinera con galones en las mangas, lo cual me pareció encantador. Volví a mi casa y le dije a mi madre: «acabo de ver a mi mujer».

La madre de Joëlle vive también en la casa y debe de andar cerca de los noventa años, llevados con lucidez y hasta con bastante elegancia. El domingo, mientras desayunamos, nos cuenta historias de la ocupación nazi. Una vez, por ejemplo, pusieron a dormir a un alemán encima de un lingote de oro. Resulta que como un pariente trabajaba en un banco, les había resultado fácil transformar en oro sus ahorros, lo que en aquel momento era una operación inteligente. Cuando necesitaban hacer alguna compra, raspaban un poco el lingote. Lo escondieron de forma provisional debajo de una cama, y hete aquí al poco tiempo los alemanes los echaron de casa con modos perentorios para que pudiera dormir allí un archipámpano del Reich. «¡Ay, madre mía, como mire debajo de la cama!». Pero no tuvo que mirar, porque durmió muy bien. Si llega a dormir mal, acaban en la ruina.

En otra ocasión, ya a finales de la guerra, fueron obligados a alojar a dos SS muy jovencitos.

—Mi hermano pequeño había desmontado unas pinzas de la ropa y había pegado los palos simulando un avión. Se acercaba a los nazis imitando el ruido de la hélice y les bombardeaba las rodillas. Eran los días en que la aviación norteamericana estaba arrasando las ciudades alemanas. Los SS miraban a mi hermano con resignación. ¿Qué podían a hacer a aquellas alturas? Yo creo que ellos mismos no estaban muy convencidos del papel que les había tocado representar.

Reímos, y Joëlle dice:

—Seguro que en alguna parte hay un alemán que le está contando la misma historia a sus nietos: «...y había un niño que daba vueltas con unas pinzas y hacía como si nos bombardeara».

Los gallinautas pertenecen de esa clase de personas que intuyen la manera de ser afortunadas, y a las que todo les resulta sencillo e inocuo: no cierran la puerta, no pisan el freno y atraviesan las guerras mundiales con la candidez del buen soldado Šwejk.