Vivimos en burbujas tan herméticas que ya quedan pocos sitios —fuera de la literatura y de las piscinas— en los que encontrar gente absurda.
Nos acercamos a última hora de la tarde a la piscina de Moratalaz. Tras buscar durante quince minutos una esquinita de césped a la sombra, y después de haber estirado cuidadosamente nuestra toalla, caemos en la cuenta de que es al sol donde queremos ponernos. (Es en las piscinas y en la literatura donde nosotros también somos absurdos para los demás). Hay una niña varada en las losas, tendida a lo ancho y largo, derrotada por las vacaciones. Otra niña, ésta con sobrepeso, coge las chanclas que había dejado en el bordillo y se tira a la piscina con ellas en la mano. Un hombre se ha remangado la camiseta hasta las tetas y se broncea el vientre con pose de conquistador. En la grada, junto a nosotros, toma el sol una señora que presenta en las piernas un grave problema circulatorio. Un señor de bañador naranja le suelta el rollo:
—Estaba de moda entonces hacerle un agujero a una bala y hacerte un collar. Él fue a sacar lo de adentro y aquello pegó un petardazo que dio en el techo y le reventó el dedo. Pero no lo podíamos llevar al hospital, porque había andado con explosivo. Acababa de volver de la mili. «Como vuelvas a traer esto, te echo de casa», dijo su padre.
—Ya.
—Se dedicaba a sacar los toros muertos de las corridas. Tenía unas mulas que las enganchaba y arrastraban los toros. No las quería poco él. «Te voy a enseñar a mis hijas», decía, y te sacaba la foto de las mulas. El abono que usa es de caballo. «Todos los que tienen aquí caballo, voy yo y cojo la mierda». Es más natural. Lo malo que tiene es que te crece la yerba mala, y tienes que andar quitándola.
Para cuando terminamos de untarnos el protector solar anuncian por megafonía que la piscina cerrará en veinte minutos. Estamos haciendo un pan como unas hostias. Mientras nos cambiamos Kathleen me cuenta una anécdota que le ha contado a su madre una compañera de trabajo. Resulta que esta colega tiene un niño de seis o siete años con la psicomotricidad de un tresillo. No lo han podido escolarizar aún porque no da nivel suficiente para empezar la primaria. Antes de llegar al aula ya lo habrían suspendido en gimnasia. Le pedían que dibujase a su familia y hacía unas tachaduras alargadas que desvelaban a las psicopedagogas.
La culpa la tenían los padres, que salían a navegar por el mar Báltico todos los fines de semana en su bote de vela. Para evitar que el niño se cayera por la borda y se ahogase, lo ataban. El niño se pasaba los fines de semana como un Ulises de teatro de marionetas, y entre semana se tropezaba con su propio pie intentando jugar al fútbol.
Pero esta no es la historia. La historia es que la abuela de este niño era monitora de una natación de Mecklenburg. Un día, nadando con la abuela, dijo que tenía ganas de hacer pis. «No pasa nada», respondió la abuela, «puedes hacerlo aquí dentro». Se conoce que es un privilegio profesional que se conceden los monitores de natación, un poco como el que se lleva a casa papel timbrado de la empresa. Nadie necesitaba saber esto.
Unas semanas más tarde, fue su tío el que lo acompañó a la piscina. Este tío debía de ser la única persona medianamente cuerda de toda la familia. Como buen alemán, antes de zambullirse en el agua el tío fue a colocar las toallas sobre unas tumbonas para reservarlas. Había tenido suerte de encontrar sitio, porque a aquella hora había bastante gente nadando. Cuando se giró de nuevo hacia la piscina vio a su sobrino en el bordillo, de pie, con el bañador por los tobillos, meando alegremente sobre la calle 3.