i esto fuese un cuento, se llamaría «mi vida como pescador». La de un pescador vegetariano debía ser, previsiblemente, una vida corta y desazonada.
En Noruega pesca todo el mundo. Sólo el 5% del territorio es cultivable, y ello únicamente en teoría y durante un par de meses; el resto del año el suelo permanece helado y ofrece poco más que bayas y líquenes. Durante siglos los habitantes de la actual Noruega han sobrevivido a base de pescado y de carne de reno. En la actualidad se pueden comprar espárragos de Perú, sandías españolas y puerros de Polonia, pero a precios prohibitivos, y no en cualquier sitio. Por otro lado, en algunos supermercados no hay nabos ni lentejas, y menos aún falafel, ni tofu, ni humus, ni seitán. Por eso, cuando vinimos a pasar una semana a este fiordo con Julia y Christopher, llegué al acuerdo de que comería pescado. Con una condición: que lo pescásemos nosotros.
Como cualquier régimen, el vegetarianismo comporta muchas negociaciones. Y la negociación a veces se resuelve en excepciones y componendas. La excepción más coherente creo que es la de mirar a los ojos al animal, explicarle que ha tenido una vida relativamente dichosa, agradecerle las proteínas que nos va a procurar y darle con nuestras propias manos una muerte rápida e incruenta.
En cuanto deshacemos la maleta nos vamos a la punta del rompeolas. Christopher se ha puesto un gorro de grumete que le obliga a mirar alzando la barbilla; asegura que lo compró en Japón por menos de un dólar. Si hubiera comprado mil y los vendiera por dos dólares, ahora tendría mil dólares más. A los pescadores que nos cruzamos les dice en inglés que vamos a por un pez gordo. Los pescadores se ríen, quizá por nuestro exceso de confianza, quizá porque el más gordo ya lo sacaron ellos, quizá porque han visto qué aparejos llevamos.
De repente se hace un vacío, como si hubiese roto sobre nosotros una ola de silencio. Kathleen se está mirando fijamente el dedo anular. Me acerco y veo que tiene dentro el anzuelo que ha lanzado unos segundos antes. Olvidó abrir el arco, por lo que el señuelo describió una trayectoria circular y le dio en la mano. Sólo cuando entiende lo que ha ocurrido comienza a gritar.
—¡Sácamelo! ¡Sácamelo!
Yo intento maniobrar el garfio, pero eso hace que Kathleen se retuerza de dolor. La visión del garfio tensando la piel de Kathleen desde dentro y la certeza de que está diseñado para que sólo pueda extraerse desgarrando los tejidos me descomponen. Me siento en un banco y adopto la posición recomendada en caso de accidente aéreo.
En cuanto Chris desprendió el señuelo de la caña, Kathleen recuperó la compostura y fuimos a buscar el coche para conducir al ambulatorio. Yo iba el último, blanco como el papel, anonadado por mi propia inutilidad. Unos minutos antes había dicho que todos deberíamos clavarnos un anzuelo para asumir el dolor que provocaremos a nuestras víctimas. Sin duda el marido de la sardina no tiene remotamente la misma aprensión que yo, pero no me parece que la comparación esté por completo fuera de lugar. Todos prestamos a los animales algo de nuestra experiencia humana; por lo menos a algunos animales, escogidos con cierta arbitrariedad.
Entramos todos en la consulta de guardia. Sólo hay una doctora jovencita, a la que han dejado sola ante el peligro. Se nota que de vez en cuando desaparece para recibir instrucciones por teléfono. Ha anestesiado toda la mano de Kathleen y termina adoptando una estrategia inesperada, consistente en cortar el garfio con unos alicates y sacarlo por otro lado de la piel, como si fuera una aguja quirúrgica. A Kathleen le quedarán sólo dos agujeritos, como si la hubiera mordido un gato, y en pocos pocos días no quedará ni rastro. Todos respiramos aliviados.
Chris hace fotos con su vieja Olympia, pasando las fotos rápidamente con el pulgar como un reportero de guerra. Se conoce que este es su Vietnam. «Menos mal que no fuimos de caza», dice. Y unos minutos más tarde añade que al final del reportaje gráfico habrá que especificar que en la realización de estas fotos ningún pescado ha resultado herido.
Ya en casa, Chris me lee un texto de Dave Eggers sobre cómo los peces sienten el agua. Es una breve prosa lírica que parte de una premisa absurda, más propia de un chiste que de un clásico contemporáneo, pero Eggers termina alzando el vuelo e imprimiéndole una belleza de fábula oriental, en la que los peces son más sabios que los hombres y nos inducen a mirar el mundo con otros ojos.
Pasamos el día siguiente viendo vídeos en YouTube de gente pescando. Nos fijamos en cómo anudan el señuelo, cómo lanzan el sedal, cómo dan tirones a la caña para simular el quiebro asustado de un pez que intuye a su depredador. En uno de los vídeos un cocinero toma un pez del tamaño de una trucha, le rompe el cráneo con un punzón, lo degüella, le hace un corte en la nuca e introduce un alambre por la médula espinal. Luego, lo mete en un barreño con agua helada. El cocinero explica a su público de gourmets aficionados virtuales que esta es la técnica perfecta para desangrar un pescado, porque el corazón sigue latiendo todavía durante varios minutos.
Entre vídeo y vídeo, Christopher me cuenta que cuando era pequeño su tío le regaló un frasco lleno de ojos de pez. Ojos auténticos, de diferentes tamaños, que había ido coleccionando en sus partidas de pesca. Cuando agitaba el frasco, los ojos se revolvían como buscando dónde fijar su antención.
Antes de intentarlo de nuevo deberíamos esperar a que suba la marea. Tampoco tenemos un cuchillo para desventrar el animal. Convendría asimismo conseguir guantes con los que agarrar el pescado. No sabemos cuál es el mejor lugar en el que echar el anzuelo. Ahora hay un buque grande atracado en el muelle. Parece que va a llover. El viento aún puede amainar. Todo se vuelven excusas para no salir a pescar, y llego a pensar que nadie quiere hacerlo realmente.
Al final escampa y nos acercamos a un muelle más accesible que el rompeolas del puerto. Lanzamos la línea con grandes precauciones, y rebobinamos impacientes, temiendo que se nos enrede el anzuelo en las algas, lo que efectivamente ocurre en muchas ocasiones.
Durante unos segundos creo que la corriente arrastra mi sedal hacia la costa, pero entonces oigo el claqueteo del carrete y sé que al otro extremo viene un pescado. Mientras pende de la caña me parece que pesa una barbaridad, aunque sólo es una caballa de regulares dimensiones. Una vez fuera del agua, se deja meter en el cubo dócilmente. Tiene el vientre irisado y en el lomo un dibujo precioso, atigrado y esmeralda.
—Lo siento, pescadito —dice Kathleen, mientras le extrae el arponcillo de la boca. Luego, lo degüella con el filo dentado del cuchillo de pesca que Chris terminó comprando en un súper. Boqueaba como queriendo decir algo. Acequé el oído. Sus últimas palabras fueron: «tío, ¿en serio te has puesto tu camiseta de Tiburón para venir a pescar?».
Cerca de nosotros, unos chicos sacan los pescados con un tirón brusco, les arrancan los garfios sin contemplaciones y los dejan dando coletazos sobre el cemento.
De repente, nuestro cubo comienza a dar saltos, conjurado por un aprendiz de brujo. «Son movimientos reflejos», dice Julia. Me digo que en Tiburón nunca se ve que los cadáveres de los bañistas tengan espasmos reflejos. Kathleen mete la mano en el cubo y hace otro corte, esta vez definitivo.
En adelante, trato de no pescar a nadie, pero sigo teniendo la suerte del principiante y saco otra caballa y un carbonero chico como una trucha. Otro día Kathleen pesca cuatro caballas en veinte minutos. Nos los comemos con deleite aunque sin particular recogimiento, de manera no muy distinta a la que nos habríamos comido una berenjena.