—Es curioso que las granjas de aquí se parezcan tanto a las de Wisconsin —digo.
—Qué casualidad —dice Kathleen, con retranca—; seguro que no tiene nada que ver con el hecho de que Wisconsin recibiera a tantos emigrantes nórdicos.
Estamos detrás de la casa de campo que hemos alquilado, leyendo en unas tumbonas, a pocos metros de la línea de costa. Desde la hierba podemos abarcar buena parte del pueblo y del fiordo. Uthaug tiene un puerto pesquero como hacía décadas que no veía ninguno. En su extremo oriental hay un muelle de hormigón donde se embarcan toneles de pescado en salazón o se descargan piezas de casas prefabricadas. Unos carteles muy grandes prohíben el paso, pero la verja está abierta y es el lugar preferido por los pescadores de caña.
Alrededor del puerto hay cobertizos de madera pintada en colores vivos. Por el otro lado algunas tienen un pantalán destartalado desde el que los pescadores acceden a sus barquichuelas. En ocasiones a pescadores los vemos a la puerta, limpiando el pescado o lavando sus trajes de neopreno con una manguera.
Los barcos regresan al puerto envueltos en una nube de gaviotas. Seis o siete veces al día retumba la atmósfera con las maniobras de una base de aviación cercana, y giramos la cabeza para ver los cazas y los aviones de apoyo logístico dar vueltas en círculo como ponis en un picadero.
El mejor momento para pescar es al anochecer, cuando hay marea alta. El sol desciende parsimonioso. Todo alrededor son colinas esféricas, llenas de anfractuosidades, como los lomos de ballenas que hubieran sobrevivido a arponazos seculares y conservasen las cicatrices profundas del cable y de las hachas. Sobre las más lejanas se forma un halo blanco que las proteje de los licores espesos de la tarde.
El sol se descuelga de improviso desde un nubarrón fosco y denso: el reflejo espejea sobre el fiordo encrespado, desdoblándose en un astro gemelo. Cuando quiero volver a posar la vista en el libro que estoy leyendo aparece Christopher, como un niño de once años que se hubiese metido en el cuerpo siete cocacolas:
—¿Has visto eso? Ha sido como la explosión de una bomba de neutrinos. ¿Sabes que un harpón de tungsteno lanzado desde un satélite produciría un destrozo comparable al de Hiroshima? Sin embargo, sería tratado como un arma convencional y escaparía a los tratados de no proliferación de cabezas nucleares. Por cierto, mira qué casquillo de bala acabo de encontrar en la playa. Resulta demasiado largo para ser de fogueo. ¿Nunca has disparado una pistola? Una vez, cuando tenía diez años, cogí una y todas las personas que había en la habitación se tiraron al suelo. Otra vez un amigo y yo juntamos con cinta adhesiva varios canutos de pelotas de tenis y le metimos dentro la pólvora de unos cartuchos que había por allí; nuestra idea era fabricar un lanzagranadas casero y disparar una pelota de tenis, pero nos dijimos que sería mucho más chulo que la pelota estuviera empapada en gasolina. Aquello pegó un bombazo y la pelota salió dejando un rastro de fuego por la calle, como si el Delorian acabase de regresar al futuro. Con lo que no habíamos contado con que el canuto reventaría también por el otro lado, y fue un milagro que la explosión no nos arrancase la cabeza. Lo que sí hizo fue abollar la puerta del garaje de mi padre, que nunca dejó de preguntarse por qué su casa atraía los meteoritos.
La tarde noruega no se acaba nunca, y la conversación de Christopher tampoco.